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Día 1: 

  • Celica, ¿qué película estás viendo?
  • ¡Mary Poppins! Mira, mira, siéntate.

Día 7:

  • ¡Anda! ¿Qué estás viendo ahora?
  • ¡Mary Poppins, Luis grande!

Día 25:

  • Estoy viendo Mary Poppins, ven ven.
  • ¿Cómo? ¿Pero qué película es? ¿Una nueva? No me suena de nada… A ver, a ver

Pero no solo estaba obsesionada con la conocida institutriz, me pasaba igual con todas y cada una de las películas Disney. Las cintas de vídeo -aquella reliquia llamada VHS- estaban puestas en bucle en mi casa. No diré cuántas veces se rompió el aparato ni con cuántas de esas roturas tuve yo algo que ver. Ay, me acabo de acordar de cuando se tragó la película de La tostadora valiente. ¿Será por eso que siempre quiero desayunar tostadas? Evidentemente, de tanto darle a los botones de REW y FF, me aprendía los diálogos y tenía la necesidad imperiosa de imitar a los personajes. «¡Voy a hacer teatro!», informaba gritando por mi casa y por la del Dani, mi vecino, al que intentaba convencer de que me acompañara en mis representaciones teatrales, porque claro, una protagonista -siempre yo, obvio- tenía que tener personajes secundarios a su alrededor. Pobre Dani, no sé cómo sigue siendo mi amigo a día de hoy. Tanto esfuerzo para tener una carrera de actriz truncada. Las cintas de vídeo son mi magdalena de Proust, ¿os estáis dando cuenta?

A lo que yo iba es que, cuando me daba por una película, me obsesionaba de verdad y eso fue lo que me pasó con Mujercitas. La busco en Filmaffinity y hay varias adaptaciones, claro. Las más conocidas, las de 1949 y 1994. Adivinad cuál era mi favorita. Evidentemente. La de 1994 ya era para mí una tonta imitación -y mira que tiene un gran plantel- y miedo me da que me pase lo mismo con la que van a estrenar ahora. Soy fiel a mi niña interior.

En honor a ella y a la emoción que sentí al ver el tráiler de la película que protagonizan Meryl Streep, Emma Watson y Saoirse Ronan (la prota de Lady Bird -he tenido que buscar su nombre, claro-), entre otras, decidí leerme la novela.

Mi abuela me la regaló cuando era pequeña, así que fui a mi casa y la busqué. Estaba firmada el día seis de enero de 2002, tendría entonces doce años. Es una edición preciosa –Clásicos universales, SM-,  pero sinceramente, algo incómoda. Está llena de ilustraciones de la época y en los márgenes aparecen citas sacadas del texto o explicaciones breves de los vestidos, los juegos, las novelas de entonces. Aunque los apuntes son interesantes, a mí, personalmente, me sacan de la lectura y no les hago el menor caso. Imagino que les dedicaré un tiempo a ellos en privado. Encontré también frases subrayadas y alguna nota y recuerdo entonces que utilicé el libro para hacer dictados. Mi abuela –la Chey, a partir de ahora- me hacía dictados todas las mañanas cuando pasábamos el verano en el campo y este era uno de los libros que utilizábamos para ello. ¿Me acordaba yo de haberlo leído, sin embargo? En absoluto. Cada capítulo que leía me transportaba a la película. Me he pasado toda la novela viendo la película como si estuviera delante de la tele. Qué nivel de impronta, por favor.

No diré que me ha decepcionado la lectura, porque eso sería injusto, he pasado un muy buen rato leyendo las aventuras cotidianas de las hermanas March, sigo encariñándome con el maravilloso personaje de Jo con su pelo corto y su vestido quemado, sigo queriendo pasar la tarde junto a ellas frente a la chimenea, mientras zurcimos calcetines y contamos cómo nos ha ido el día. Me gusta cómo Louisa transmite ese tipo de amor mágico entre hermanas, lleno de contradicciones, de gritos, envidias, de abrazos repentinos, de secretos y rabietas sin ton ni son. También es cierto que en la época en la que se escribió Mujercitas, no era habitual leer historias para señoritas con personajes tan fuera de sitio como Jo. Se comportaba como un chicarrón -dentro de unos límites, claro- y le importaba más leer y escribir historias que los amoríos y las joyas, tan propios de sus hermanas. Ahora ya no nos resulta tan fuera de lo común, pero me puedo hacer una idea de lo que supuso. He leído que Alcott recibía cientos de cartas en las que se la animaba a que Jo, al fin, se casara con Laurie, el fiel amigo que la acompaña durante toda la novela, sin que haya apenas ningún indicio romántico entre ambos. Ella se enojaba, porque no entendía que el sentimiento general fuera el deseo de un final de cuento de hadas que acabara en boda. Ella no lo quiso para sí, tampoco lo quería para su alter ego en la novela. Me temo que aún no se nos ha pasado del todo ese pensamiento, de hecho, no ocultaré que yo esperaba todo el rato un encuentro romántico entre ellos -creía recordar que ocurría en la película-. Cuánto peso aguantamos sobre nuestros hombros.

Lo que más me ha chirriado durante la lectura ha sido la continua tendencia a la moraleja. Llegan las vacaciones y las niñas, claro está, quieren gandulear, de manera que le dicen a su madre que durante una semana no harán nada que no sea jugar y reír. La madre, viendo la que se le veía encima, les dice que vale, pero que ella se va a pasar el día fuera y que le da el día libre a la criada. La casa está patas arriba, el caos las gobierna y Jo intenta dar un banquete que acaba en desastre. Se desesperan, se aburren. «Mamá, no nos tomaremos ni un solo día más libre, haremos todas las cosas de la casa y seguiremos con nuestra rutina, eso lo que nos hace felices». Que sí, que lleva razón la Louisa, que a mí también me pasa, pero no sé, cuando se repite varias veces, me resulta algo facilón y sin gracia. Pero vamos, esto es por poner alguna pega.

Ahora bien, sigo prefiriendo la película… ¿o mi recuerdo de la película? Puede que sea lo segundo y como no quiero decepcionarme, creo que no volveré a ver la de 1949, no al menos de momento. Prefiero conservarla pura y con toda la felicidad que me proporcionó. Sí veré la nueva versión, sobre todo, por ir al cine con la Chey el día de Navidad -que es cuando la estrenan- y recordar cuando veíamos a  las preciosas Liz Taylor y June Allyson con los vestidos más cursis y preciosos que yo era capaz de imaginar. Sé que no nos decepcionará, como no nos ocurrió con Mary Poppins 2, porque más allá de lo buena o mala que sea la película, nos devolverá un trocito del tiempo que compartíamos nosotras sentadas en el salón, juntas, leyendo, viendo y viviendo historias, tal y como las hermanas March hacían. Con eso será suficiente.


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