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El cuento de la criada: una distopía feminista

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Ya se sabe que es improbable que haya otra guerra mundial old school de las de metralletas y trincheras. Desde el 11S todo cambió: el eje del mal eran las cédulas terroristas islámicas con sus ataques sorpresivos.

Los principios religiosos e ideológicos sirven, a veces, para recubrir de legitimidad los derramamientos de sangre interesados, de corte económico y político. En el caso de El cuento de la criada es al revés.

En esta distopía, aunque la excusa para fundar los cimientos de Gilead -el nuevo Estados Unidos patrocinado por los ultras conservadores-, fuera el auge del terrorismo islámico; en realidad otro sesgo moralista y de fundamentalismo religioso es el que predomina y vertebra la nueva sociedad que estos imponen.

Así, con la excusa del aumento de la seguridad para protegerse, configuran algo parecido al estado de excepción permanente que Macron anunció para Francia en 2017; solo que en este caso suprimen una lista infinita e intolerable de derechos y libertades del pueblo. A saber, la de prensa. A saber, todos los de las mujeres. Que se dice pronto.

Una vez que han conseguido amordazar a la población y asesinar al presidente con un golpe de Estado, los líderes dividen a la población en castas. Los motivos teológicos que anuncian, lejos de tener que ver con el terrorismo, se basan en la idea de que la crisis de infertilidad que asola el país se debe a un castigo divino por los múltiples pecados que las mujeres cometen. O sea, trabajar y esas cosas.

También se sabe que las distopías se anclan con fuerza en la realidad: más de 800.000 parejas en España sufren de infertilidad actualmente, nada más y nada menos que el 17%. El ritmo de vida, el estrés, la tardía edad para concebir… Atwood aprovecha este vaticinio de extinción de la especie humana para imaginar cómo sería una sociedad en la que la mujer solo cumpliese la función de órgano reproductor (la criada, vestida de rojo), o de limpiadora (las Marthas, de gris), o de esposa (las esposas, claro, de verde), o de supervisora de la moral y fustigadora a tiempo completo (las Tías). Aunque, si uno se pone estricto, tampoco hace falta un derroche de fantasía para concebir algo así. Basta mirar unos años atrás en el tiempo.

Con una devoción suprema a Dios, en Gilead se orquestan violaciones conocidas como «la Ceremonia» e inspiradas en el capítulo 30 del Génesis. En ellas se finge que el mandamás se beneficia a la esposa infértil –se miran a los ojos, vestidos- mientras que la esposa sujeta las manos a la criada, que es la que recibe la penetración. -Lo he explicado muy fino, de nada. Sigo-. Fruto de esas violaciones a veces nacen bebés que son arrebatados de las criadas y entregados a las esposas. Con torturas y abusos varios de por medio, etecé, etecé.

Pues parecerá una distopía, pero la realidad es que justo hace unos meses se aumentó la pena de cárcel a La Manada por violación, porque hasta ahora había quien apreciaba «jolgorio» en el asunto. Y todavía hay grupos ultras que buscan suprimir la Ley de Violencia de Género –ah, un dato, en lo que va de año se han asesinado 1.000 mujeres. Una minucia-, porque hay que proteger igual a los hombres que a nosotras. Porque «yo no soy feminista, yo soy proigualdad», y otras chorradas sin sentido se oyen cada día. Con la supresión del aborto, el aumento de los permisos de maternidad y no de paternidad, y la negación de la brecha salarial, ¿nos estamos quedando muy atrás respecto a las quimeras de Atwood a mitad de los 80?

La última temporada de la serie de HBO vaticina nuevas formas de violencia, esta vez más psicológica, encarnadas a las mil maravillas en Defred, la protagonista. La rigidez del entorno, muy bien escenificada en una simetría impoluta y una paleta de colores invariable, provoca que toda una gama emocional –hastío, asco, impotencia, alegría, frustración, venganza, victoria, amenaza, solidaridad…- se represente en milímetros de expresión facial. La extrema lentitud, la noción de espera… A nivel de ejecución, la serie es un 10.

Alerta spoiler: También veremos más claramente por qué es una distopía feminista. y es que las nuevas alianzas, impensables antaño, entre las diferentes castas de mujeres van a reorganizar el panorama de Gilead. ¿En qué escala? Aún no lo sabemos. Pero Serena Waterford parece haber reaccionado a su castigo de amputación de un dedo por leer en público, y de esposa cruel y un poco hija de puta ha pasado a congraciarse y buscar apoyo en Defred, su antigua criada. Liberar a Nicole, la hija «de ambas», para que se exilie a Canadá y pueda tener un futuro mejor supone que, de pronto, las estructuras de poder pasan de bifurcarse, de conservadores y progresistas, a hombres y mujeres. En este sentido, una delicia el monólogo de Defred –siempre-, pero en el capítulo 3, Vigilamos, se cubre de gloria.

Pues eso. Que cuidadito, ultras. Os estaremos vigilando.

Fotos: HBO


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