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INCREÍBLAS: Sylvia Plath, verdades en el horno

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Cuando compré los diarios de Sylvia Plath pasé unas cuantas semanas compartiendo jornada con ella, una tras otra, sin parar. Pero no podía escapar de ese terrible pensamiento: yo conocía su final. De esta forma, cada subida era una victoria agridulce, cada caída le acercaba más a su terrible destino. Esta es la tragedia de Sylvia, que hemos tenido que asomarnos a ella desde el abismo del suicidio.

La siguiente vez que me acerqué a Plath fue a través de su verso. De la Antología poética publicada por Navona me llamó la atención, lo primero, la preciosidad de edición –first things first, ¿o no?-. Lo segundo, el tamaño gigante de la anotación siguiente a la autoría y título: «ESCOGIDA POR TED HUGHES». Así, en mayúscula. Lo tercero, que los poemas originales en inglés eran intraducibles, por fantástica que fuera la labor de Raquel Llanseros. Porque el universo que acuña Plath en cada poema es suyo. Se adueña de su propio registro en una lengua extranjera para nosotros, y sobre estos pequeños ladrillos alza imperios enteros que surgen de lo mínimo. Basta un detalle: el huevo y su cáscara… y bum. Un universo de connotaciones desplegado.

Por último, di con su única novela publicada en vida: La campana de cristal. Aquí ya se me hizo insoportable, porque su loable esfuerzo por enmascarar lo que tan sencillo le resultaba -escribir con naturalidad desde la verdad- me parecía injusto.

Me explico en seguida. (Carraspeo).

Plath fue una niña prodigio marcada por algunos traumitas, como todos. Su padre murió muy pronto, etecé. Tenía una capacidad infinita de expresarse y eso dio temprano fruto. El problema era que, además, era muy amorosa o sexual o lo que sea. En sus diarios se alternan las reflexiones abstractas y las citas con chicos. Esas dos partes convivían en ella. Y vamos a aclarar que estamos a mediados del siglo pasado, cuando las mujeres tenían que maquillarse y ponerse faldas de princesa y cocinar asado de pavo con un delantal.

En este camino de intentar comprenderse a sí misma a través de la pluma secreta, Sylvia topa con Ted Hughes. Se enamoran, se casan, tienen dos hijos, pero no comen perdices porque Plath le pilla comiéndose a otra. Ted también era escritor y ella lo admiraba mucho, lo amaba. Con desesperación. Con locura, como dicen tantos. Y sí, al final, desquiciada viva, mete la cabeza en el horno. Haciendo esto le da a Hughes un salvoconducto y a todos el broche perfecto: Plath estaba loqui.

Al leer la obra póstuma, uno parte de la base inevitable de que está accediendo a los pensamientos e inquietudes de una suicida. Si la mujer hubiera muerto de viejecita en su cama rodeada de nietos, como decía Jack a Rose en Titanic, nadie estaría identificando su fluir emocional como síntomas diagnosticables de múltiples trastornos psiquiátricos.

¿Cuál fue su problema? Amar demasiado. «What did my fingers do before they held him»

Me explico en seguida. (Segundo carraspeo).

Autoras así las hay a montones –bueno, no tantas porque no ha habido tantas autoras en la Historia-, también Marguerite Duras sufrió mucho por amor. Y es que en las mujeres artistas del siglo pasado empezaba a atisbarse la posibilidad de liberación real a través de su trabajo; pero daba la casualidad de que su trabajo, el más brillante, estaba bien pegado a la realidad. Los diarios y la poesía de Plath son íntimos, reales, autobiográficos. No el balde Plath es la máxima representante, junto con Ginsberg y Anne Sexton, de la poesía confesional como género. Lo que hacía no era un «psicoanálisis público», como han llegado a llamarle por ahí, sino una labor artística consistente en extraer de la experiencia particular una verdad universal. Sin eso, sería cotilleo. Y no se le habría otorgado el primer Pulitzer póstumo.

Pero en su realidad cotidiana, ese método de inspirar y espirar que era escribir estaba bloqueado por un valor supremo, o sea, su campo afectivo y su privacidad. De nuevo, esto también le ocurrió a otras –el marido de Carmen Laforet le prohibió escribir sobre nada relacionado con él a cambio de concederle el divorcio y la libertad económica y de movimiento, aniquilando así los últimos veinte o treinta años de material de trabajo de la propia autora. Carmen accedió, claro-. El hecho es que Sylvia no podía desnudarse públicamente, y menos después de un desplante como el de su marido, que tanto le pesó. «When you give someone your whole heart and he doesn’t want it, you cannot take it back. It’s gone forever». La única opción era tratar de disfrazar la verdad a través de una ficción leve, o sea, como vestirse con un par de trapillos. Lo bueno de verdad se lo quedaba. Se le enquistaba. Se le pudría. No le daba de comer. No la hacía más respetable.

Mientras que Plath se comía literalmente a su Ted por los pies en cuanto a talento y originalidad -¿quién coño es Ted Hughes, by the way?-, fue él quien sobrevivió y quien -¡bingo!- se enriqueció con la obra de ella.

Ahí va el tercer (carraspeo).

Ted aparece así de grande en la portada porque, ni corto ni perezoso, el punto de cocción del horno coincidió con el de su propia ganancia. El pavo asado estaba listo. Empezó a editar y publicar los libros de su difunta ex mujer, pero ¡ups!, el último, justo el que hablaba de su relación de pareja, se extravió. O sea, que el bueno de Ted, el que aparece en portada con las letras casi igual de grandes que las de Sylvia, se lo cargó.

Así que este es el panorama de Sylvia. Autora de una delicadeza extraordinaria, con un mundo tan rico y pleno que es intraducible, con una visión propia y única, ahora ha quedado relegada a una autora post-mortem medio cucú que ha engordado las arcas de un ex marido que la traicionó en vida y la llenó de dolor y amargura –sospechamos, porque él no nos ha dejado que lo sepamos-.

Una escritora cojonuda, sí, pero también un ser humano peligroso, inestable y que lidiaba continuamente con sus problemas mentales. Eso es todo lo que la gente ve de Sylvia Plath.

Nadie tiene en cuenta el contexto socio-cultural opresivo y la poca posibilidad de desarrollarse plenamente que Plath sufría, como mujer inteligente, como escritora sincera, como amante devota.

Por eso, en las descripciones del género confesional uno se encuentra: «versa sobre temas importantes como la enfermedad mental, la homosexualidad…». Y eso es como decir que en la pintura contemporánea se usa a menudo el color amarillo. Nada más que añadir.

Sylvia, en tu memoria: eras grande, una, y ojalá hubieras sido libre.


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