La Revista de Murcia Inspira

«Subirte a un escenario y que haya mogollón de peña abajo no significa nada»

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Tienes la misma litera que yo…

La buena de Ikea. Claro, las casas pequeñas…

Y más si eres batería. Ahora voy a traerla y a insonorizar las paredes. ¿Te importa que fume?

Si no me llega el humo. (Risas). ¿Quieres que te lea qué escribí en mi diario después de verte tocar con Flamencura Big band en el Conservatori Liceu de Barcelona?

Claro.

«… es un escenario en el que suena la música y todos tocan su instrumento, van uno a uno haciendo su entrada triunfal, se jalean entre sí, ríen, se maravillan de lo que hacen, se presentan, se levantan, se sientan. Y el público, como yo, que bate las palmas y desearía salir a bailar. La vida es esto, disfrutarla, celebrarla. Compartir una mañana de sábado dejando la entrada gratis para que todos puedan asistir al espectáculo que llevan tanto tiempo preparando con tesón. El hecho de que hayan invertido tantas horas en hacerlo así de bien y que me lo ofrezcan a mí hoy: sus nervios diluidos, sus ilusiones plasmadas. El trabajo que merece la pena. En ese momento son uno y son ellos mismos y son algo más, algo etéreo que se disuelve en el aire, pero que permanece así, en forma de recuerdo, en arte puro y duro».

Qué bonito. Voy a por fuego.

Yo quiero preguntarte cómo ha sido el proceso de reclutar a la Big band.

Pues yo busqué a la gente uno a uno. Los elegí a dedo.

¿Cuántos había ahí?

Veinticuatro. (Risas). Sí, un tropel.

Y esta fusión entre flamenco y jazz, ¿cómo viene a ti?

Bua. Esa es buena. A ver, yo empecé a tocar flamenco cuando tenía unos dieciséis años, con LaTribu29, un grupo de Murcia que me enseñó mucha rumba, flamenco más light, no tradición jonda pura y dura. Ahí me picó el gusano y empecé a interesarme por esos ritmos que me parecían tan extraños. Y el jazz vino con diecinueve o así, con un disco de Jerry González, que es un trompetista de jazz. Para mí fue un antes y un después porque entendí que el jazz podía mezclarse con otras cosas –con la música latina, que fue lo que a mí me impactó. Luego descubrí a Jorge Pardo, Chano Domínguez… Un documental que se llama Calle 54, de Fernando Trueba, sobre el latin jazz… Y me reventó la cabeza.

Hay gente que dice que existen dos tipos de personas: aquellos a los que les gusta el jazz y a los que no.

Totalmente. A algunos, no sé si por ser cuadriculados o muy estructurados, esa música que está tan viva y que rompe leyes, normas, que improvisa… les agobia. No son capaces de meterse en el discurso. Escuchan eso, les choca y se quedan atrás, por cultura, por muchas cosas. Es que es un libro lo que nosotros estamos contando. Es una historia. Es fluir en el momento y eso tiene un lenguaje. El espectador que lo sigue, al que le transmite, pues no puede salir. Se atrapa.

Lo que tú propones es una experiencia inmersiva, doy fe.

Tengo un colega que también es escritor y siempre lo hablábamos: yo no sé mucho de literatura, pero están el cuento, la novela y la poesía. El cuento es eso, para niños, yo lo asimilo a una nana en música. La novela es el pop. Te lo describe todo. «No te rayes», te lo cuento, si te llega guay, si no adeu. Y en la poesía, tú tienes que poner mucho para entenderla. Ese es el símil con el jazz.

Siguiendo tu imagen, María Zambrano sugiere que la poesía abre una puerta que te hace acceder a un espacio totalmente nuevo, pero que de alguna manera sabe a recuerdo. Con tu flamenco-jazz al principio hay resistencia por nuevo, pero cuando te sumerges sientes un jolgorio… como si hubieras estado siempre tocando las palmas en el patio con tus vecinos. Es un déjà vu extraño.

Te conecta, te abraza, ¿no? El flamenco tiene una parte muy bonita que es que el público siempre es partícipe. En el flamenco tradicional hay un cantaor, una guitarra y alguien bailando. El palmero nace del público, del que no está tocando y jalea. El típico bar de Andalucía, alguien tomándose algo y diciendo «olé…».

Estos géneros requieren de mucha destreza técnica por partede los músicos, y a la vez una interconexión especial. Armónicamente y a nivel de talento son exigentes. ¿Quizá más que lo que necesita el típico grupo pop? ¿La gente repite sus letras y está a gusto porque es más previsible?

(Resopla). Es otro lenguaje. Es verdad que igual el pop es un lenguaje más… sencillo. Hablando desde un punto de vista musical, no me meto en gustos ni nada. El hecho de que sea más entendible es lo que hace que llegue al público de una forma más ¡pam! (da una palmada). Es como si nos ponemos a hablar aquí con unas palabras súper sofisticadas… «¡Oh, cuán dichoso es…!» (recita con la mano en alto). Mi abuela no entendería ese lenguaje. En música es parecido. Rítmicamente el flamenco es una locura, y el jazz es una locura a todos los niveles, y tienes que conocerlo muy bien para luego improvisar. En ese momento lo que haces es hablar con tu colega, sin pensar. Con el piano, con el saxofón… en el escenario.

¿Se están quedando estos estilos obsoletos? ¿Tienen todo el papel que merecen en la sociedad?

El jazz fue el pop hace muchos años. Cuando salió era lo que se escuchaba en la radio, estaba en todos lados, era música popular. El flamenco hace menos tiempo se ha expandido. Camarón y Paco de Lucía, que son sus máximos exponentes para mí, han tenido una época muy, muy gloriosa de exportar la cultura española y lo han reventao. España es flamenco donde vayas. Por ejemplo, Rosalía ha cogido el flamenco y se lo ha llevado al nivel de Lady Gaga. Fusionado con otras historias, vale. Pero la raíz está ahí.

¿Te parece bien, como músico, lo que hace Rosalía? (Nota: No sé por qué es la segunda vez que pregunto esto en entrevistas).

Yo creo que no hay música buena o mala. Hay música bien tocada o mal tocada. Esta tía es buen músico, es buena cantante, lo hace bien. Lo suyo es una fusión muy rara, pero joder, yo he mezclado el flamenco con la música de Semana Santa, o sea, ¿qué le voy a decir yo?

Eso, cuéntame. ¿Cuál es tu propuesta musical?

Yo empecé a tocar la tuba en una banda con nueve años, con once ya desfilábamos y sentía la música de Semana Santa como mía. Es mi primer recuerdo musical, si eso no es mío, yo ya no sé qué es mío (risas). Llevaba muchos años pensando en darle un lavado de cara. Yo soy ateo, no me han bautizado. Esa música tiene un componente religioso muy grande, pero para mí todo se reducía a la música. Luego aprendí otros estilos, la música latina me dio muy fuerte una temporada, el flamenco, el jazz… Y en segundo de carrera en el Conservatorio, ahí en el Liceu, sentía necesidad de hacerlo, ya no solo porque fuera novedoso. Y poco a poco fui elaborando el canal. La música de Semana Santa se toca con la banda, con mogollón de instrumentos de viento, y lo vi similar a las formaciones de big band de jazz, y por ahí lo cuajé. A nivel de ritmo no encajaban bien, pero entró el flamenco, que también es una música solemne, de coger aire y hacerlo desde dentro. Los cantaores en las terrazas cantando saetas en Semana Santa para mí son eso: puro flamenco. Esos tres ingredientes se mezclaron solos.

Te salió natural.

Es bonito que la primera música que toqué en la vida sea la última con la que acabo el Conservatori.

Es recuperar tus raíces para reinterpretarlas después de todo el proceso. Porque como tú has dicho, empezaste con apenas nueve años, luego con catorce tocaste en Paradile y LaTribu29. A los veintiuno te dieron una beca para la Escuela de Música Creativa en Madrid y tocaste con Rubén Marín dos años. Y ahí estás tú con Camela, con Pablo Alborán…

Sí, ahí hay una temporada de entrar, aunque de manera superficial, en el pop. Y en las orquestas de verbena… Después de eso yo pensaba que tocaba de puta madre (Risas). Y tuve una lección de humildad al darme cuenta de que yo era una mierda y no sabía nada (risas). Que el subirte a un escenario y que haya mogollón de peña no significa nada.

Wooooow.

No, no es que estés triunfando, tú no le importabas a la gente, o sea, tú podías no estar tocando, que daba igual.

¿A qué te refieres?

A que la gente no se interesaba por la música. Ya no te digo por los músicos, que por supuesto que no, sino por la música en sí. La gente estaba ahí borracha. Para 40Principales había muchísimas niñas… ¡muchísimas niñas! (Risas). Yo flipaba, decía, tío, no creo que os guste la música tanto. Lo que os gusta es el guapo de turno. Estaban ahí por muchas otras razones y no entro a criticarlas tampoco, pero no era por la música. A mí eso me hizo querer llegar más allá, soy un poco nazi en ese sentido. Quería formarme más y ver el punto máximo de aprendizaje. Ahí tuve el choque grande: «no sé nada».

Ese punto de humildad necesario. Te cuento rápido una historieta medio zen de un libro  que se llama ‘Haru’: la prota se va a trabajar a una zapatería con un maestro mega pobre y quiere más responsabilidades. Vamos, lo que le pasa a cualquier becario que quiere partir ya el bacalao. Pues una noche se queda despierta fabricando unos zapatos a su jefe, sin permiso, para deslumbrarle. Y resulta que son un desastre: le hacen ampollas, le aprietan… El maestro le dice que su castigo será que se los pondrá cada día. «Si tú crees que estos son los zapatos que merezco, los llevaré…».

Sí, es eso. Ver que se pueden hacer zapatos mejores. Ya me di cuenta de que los que le había hecho a mi maestro le iban mal. De hecho, en esa época yo busqué eso, un sensei…

¿Un maestro zapatero? Qué guay.

Quería a alguien que fuese buen maestro y buen artista, las dos cosas. En España solo hay cuatro o cinco conservatorios para estudiar jazz o música moderna. A Marc Miralta, un batería catalán de jazz que empezó en los 90 a juntarse con los flamencos, yo ya lo admiraba, pero cuando lo conocí me pareció incluso mejor como profe. Yo venía de Madrid a Barcelona a dar clases con él un par de horas a la semana. Lo hice al principio para conocerlo antes de meterme en el Conservatorio. Así conocí a la mayoría de músicos españoles a los que admiraba. A algunos los descarté por malos profes, ya te digo. Son dos cosas muy diferentes, puedes ser un artistazo y no saberlo transmitir. En el caso de Marc, fue…

Flechazo.

Total. Me puso en mi sitio rápido.

¿Qué pasó?

Imagínate, un murcianico en Barcelona, flipao. Me dijo que me sentara al piano… él iba más allá. «Chaval, eres músico o no eres músico. ¿Sabes de lo que va este oficio?». Fue un shock para mí. Me senté tímidamente al piano, toqué cuatro mierdas, súper vergonzoso. Le dije que quería entrar al Liceu y me contestó que no, que yo no tenía nivel. Claro, eso hizo que me metiera una caña impresionante. Esto pasó en noviembre, pues yo entré en junio. Años después, Marc me confesó lo que había evolucionado en ese tiempo.

Luego con Marc en el conservatorio ha sido brutal. Porque los estudios que yo he hecho son los Estudios Superiores de Jazz. En España no existen estudios superiores de música en flamenco excepto para guitarristas, cantaores y bailaores. No existe percusión en el flamenco. Yo quería centrarme en batería, este músico era mi referente en cuanto a la fusión con jazz. Entonces siempre le pedía: «venga, Marc, vamos a dar hoy las bulerías…». ¿Sabes? Poco a poco me iba dando cosas, me ha dejado muchas técnicas para que evolucionara por mi cuenta y ha sido una relación sensei-maestro muy bonita. Le tengo mucho cariño.

¿Qué proyectos tienes ahora con todo esto? ¿Hacia dónde lo diriges?

Llevo dos bandas para adelante. Por un lado, Chancho Proyecto, un cuarteto que monté en el Conservatorio: piano, contrabajo, batería y saxofón, que es formación de jazz tocando flamenco. Cambiar la guitarra por el piano y cambiar el cante por el saxofón era un poco mi idea. También compongo y tengo intención de grabar un disco más adelante. Y por otro lado el proyecto de la big band; en el Conservatori me dieron la oportunidad de tocar en un festival de Jazz que va de octubre a noviembre. Y claro, eso nada más salir está de puta madre. Me he pasado el verano ampliándolo y mejorándolo. Quiero llevarlo adelante. Toco, aparte, en un montón de bandas. Hago una jam session con Eshavira en La Maceta, de Gràcia…

¿Y qué tal tienes el panorama en casa, en nuestra Murcia madre?

Pues bueno, yo soy murciano y tú también…

(Risas). Lo somos.

… en Murcia no hay muchos baterías que hayamos estudiado jazz, que hayamos salido para estudiar esto. Y los que hay se lo han currado como cabrones y ahí siguen, en esa lucha. Pero cuando volvemos a Murcia no nos sentimos respaldados para nada. Murcia… vale, no tendrá una influencia de jazz muy grande, pero sí que hay muchos músicos de jazz. No solo gente que ha salido, sino los que siguen allí y tocan muy buen jazz. Y no tienen dónde tocar. Está el Festival de Jazz de San Javier, que es una propuesta alucinante, pero deberían incluir muchas más bandas murcianas. Esa cultura no debería perderse, y en ello también tengo un foco mío: que se haga buena música en Murcia, coño.

Entiendo que la música de Semana Santa no es exclusiva de Murcia pero para mí, como otra «exiliada» en Barcelona, creo que fue bonito estar ahí escuchando eso y luego bebiendo quintos de Estrella Levante, tomando pasteles de carne y longaniza y tocando en la calle. Es como llevarte «tu casa» fuera.  

En Murcia hay una asociación que se llama La Casica del Jazz, de músicos particulares, por la necesidad de tener un lugar donde reunirse y tocar. Alquilaron una casa en la huerta entre todos y llevan muchísimos años tocando. Allí lo hemos llenado. Pero en los pocos sitios de jazz donde he llevado la propuesta, no me han hecho caso.

¿Y eso por qué?

Yo creo que por la falta de público se centran en los grandes nombres, ya te digo que no apuestan por los músicos murcianos. Para mejorar la cultura no vale con traer cada seis meses en traer un nombre internacional. Ahora mismo, hoy mismo, estarán haciendo música allí. La gente que tiene los garitos tiene que apostar por ello: incentivar la cultura local.

Y hay que apostar por la vanguardia.

Hace años Enrique Morente cogió los poemas de Machado e hizo un disco referente en el flamenco hoy en día. El productor decía «Enrique, esto es mucha manteca, se te está yendo la olla». Pero alguien apostó por eso, lo llevó a cabo. Y a ver, yo no soy Enrique Morente pero hago música con mucho mimo, muchas horas de trabajo detrás. Yo me quedo con eso, con que la gente me dijera «tío, es que lloré».

Lo triste es que sin patrocinio te tienes que quedar con el piropo para que te compense. Si no se abandera a los artistas, los artistas van a empezar a hacer otra cosa. Porque tienen que comer. ¿Y qué tipo de sociedad queremos crear?

Totalmente. En mi caso, la respuesta es clara. Es mi manera de comunicarme, es mi manera de expresarme. Yo no hablo muy bien y, para mí, el momento de sentirme bien conmigo mismo, de expresarme como a mí me gusta, es cuando me siento en mi batería. Ese es mi lenguaje. Cuando eso se respalda o cuando eso llega a alguien, es genial. Es una pena cuando no ocurre y sientes que tienes que estar pidiendo: «mirad lo que hago, mirad lo que hago…». Es un trabajo que merma mucho.

Va, dime qué es lo que todo el mundo tiene que escuchar al menos una vez en su vida. Hay tres discos indispensables para mí que abarcan esos tres mundos. Uno es Kind of blue de Miles Davis. Dentro del jazz hay muchos géneros diferentes, pero esa clase, esa tranquilidad… Años después descubrí que él ya se había interesado por el flamenco-jazz. Tiene un disco que se llama Sketchs of Spain. Luego, el de Jerry González, que había aprendido de Miles y se le nota, tiene mucho fraseo, pero aparte tocaba las congas y estaba en contacto con los músicos de Nueva York de procedencia latina: de Puerto Rico, de Cuba. Él tenía una banda que se llamaba Four Apache Band, y recomiendo Los comandos de la clave. A mí ese disco me cambió. Del flamenco, pues Camarón es Camarón y no tengo nada más que aportar, pero a mí me llegó un disco de Paco que se llama Cositas buenas que yo dije, ah, vale, que el flamenco se puede hacer con mucha clase. Claro, el puto Paco de Lucía, ¿sabes?

Fotos: Fran Bécares.


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