“Entonces, justo antes de caer dormido, sentí miedo.” (Pantanosa p.144)
Se han cumplido cuatro años de la muerte del autor de dos novelas fundamentales en la coyuntura actual, afectada como está prácticamente toda la sociedad por la superficialidad, la frivolidad y el veganismo intelectual, o lo que es lo mismo, el síndrome de la vida moderna: Pantanosa y El laberinto del Albayzín. Dos novelas crudamente autobiográficas que no sólo retratan una época, los supuestamente anodinos mediados de los noventa, sino que se corresponden con dos etapas puntuales de la vida de su autor en el momento de la juventud, en torno a los 20 años, en el que comenzamos a descubrir nuestra identidad adulta: nuestra libertad y autonomía en la primera, y el viaje de retorno a la cordura tras un episodio de locura transitoria en la segunda. Ambas plantean, además, una búsqueda de conceptos puros y totales de manera brutalmente honesta, y quizás un tanto ingenua (en la era de la posverdad, ¡válganos el cielo!) por parte de su protagonista.
Dos novelas que también nos hablan de dos ciudades, una a la que de alguna manera se ama inconscientemente y se odia simultáneamente, Murcia, y otra de la que se cae enamorado, Granada. El eterno dilema entre lo propio y lo ajeno, entre lo que se tiene y lo que se desea tener… aunque la que aparece más profusa y profundamente narrada es Murcia, a la que le confiere el topónimo de Pantanosa[1] revelando ahí gran parte de sus sentimientos hacia la que es su ciudad. Parece que el sentimiento es mutuo, pues ni Paco comprende Murcia ni Murcia comprende a Paco.
“Tenía la impresión de salir de casa sólo para desquitarme de tanta simulación y, una vez en la calle, ya no me consentía ninguna debilidad. Me guiaba por la máxima kantiana de manera inflexible: no toda la verdad, pero sólo la verdad. Y mis palabras brotaban desde una sinceridad bestial.”
Pantanosa, p. 139
Pantanosa, relata las peripecias de un joven en sus idas y venidas por una ciudad que le atrapa en su lodo sin que este sea capaz de poder evitarlo: los primeros escarceos con las drogas[2], el inicio de la universidad, la acampada por el 0´7, desencuentros y encuentros con sus pares y contemporáneos, desencuentros y encuentros con la policía y los juzgados (lo que para un jurista es algo muy serio), además de otros variados acontecimientos y digresiones pueblan este trasunto, real y ficcionado a la vez, de nuestra juventud. De alguna manera la novela trata para mí, tanto en forma como en contenido, de un particular guardián entre el centeno que se adentra hacia el final de la noche en un relato que parece no tener principio ni fin. El protagonista, cuyo nombre no nos es revelado en ningún momento, se lanza a las calles en busca de respuestas como un Holden de la vida, pero sin su gorra roja y sin ser tan tiernamente imbécil e inmaduro[3]. Él empieza a contarnos, y el relato continúa y continúa sin que parezca que vaya a concluir nunca, sin que nos lleve a lugar concreto alguno. Sin desfallecer en el ritmo ni en la lucha incansable de su protagonista por llegar a comprender.
Pantanosa, a su vez retrata la Murcia de mediados de los noventa a través de las idas y venidas del protagonista por sus calles, sus bares y sus contradicciones. Lo que cuenta puede que no ocurriera exactamente así, pero eso no es lo que importa, quien busque cierto tipo de comparaciones fidedígnísimas con la realidad hará mejor en irse a leer a otra parte. Lo que sí es importante es la forma que tiene el protagonista de buscar y buscar respuestas pero también de darlas, de no parar de darlas. Al menos las suyas propias que aspiran, acorde con la ingenuidad que a veces demuestra en esa infructuosa búsqueda de una pureza imposible, a intentar descifrar lo que en muchas ocasiones es indescifrable. Por contra, sus disertaciones sobre política y justicia son demoledoras. Sus valoraciones sobre el individuo y el colectivo, sobre la búsqueda de uno mismo en un momento y una edad complicadas, premonitorias.
Soy un absoluto admirador de Pantanosa por su densidad formal y conceptual, su prosa brillante aunque excesiva en ocasiones, su barroconceptismo[4], por narrar, con un estilo que no cae en contemplaciones querenciosas, casi vomitar de manera exhaustiva, el peregrinaje vital y los pensamientos de un joven inconformista que comienza a abrirse al mundo (con las alegrías y sinsabores que conlleva aprender a vivir en este entorno hostil, las más de las veces, que es la vida); por narrar el periplo del que además era un gran amigo, lo cual le confiere aún más valor para mí.
Paco era una enciclopedia andante de referencias literarias. Uno de esos amigos que todo el mundo debería tener y que en otros tiempos no tan lejanos casi todo el mundo tenía. Era la típica persona que ha leído tanto que te dice que apenas ha leído nada de todo lo que todavía le quedaba por leer. Y eso que apenas se detenía en los vivos, con los autores muertos decía que casi no le daba tiempo para más. Este texto, Pantanosa, asimismo nos sirve de compendio de lecturas, la mayoría de ellas, por no decir todas, imprescindibles. También de bandas musicales y canciones, aunque aquí su criterio no era tan variado, sus preferencias se nutrían fundamentalmente de pop-rock, música que consumía de manera impenitente, casi religiosa diría yo. Música y lectura fueron sus dos pasiones mayores. Su entusiasmo por el arte y la pintura queda reflejado en los pasajes en los que habla con devoción fascinada de la obra de Goya o de la contemplación de otras obras en sus visitas a museos como El Prado o la Tate Britain.
“En ocasiones pienso que para mí sólo será posible la libertad si me convierto en escritor, pero he comenzado a leer tan tarde, he perdido tanto el tiempo, que todo lo que voy a tener que pelear para lograrlo se me aparece como una monstruosidad, sobre todo porque entremedias he de lidiar con estas leyes corruptas, con la anual llamada a filas del puto ejército español…”.
Pantanosa, p. 77
Podría continuar hablando de Pantanosa infinitamente, enumerar algunas de esas referencias literarias imprescindibles, los discos y conciertos relatados, los tesoros que esconde… pero eso queda ya para que lo descubra el lector que se aventure en sus páginas.
“Deambulando por el Albayzín, escuchaba peleas, golpes a veces, dentro de las casas, gritos furiosos de mujeres que increpaban a sus maridos, de maridos que maldecían contra sus mujeres, de niños que lloraban y de niños que reían, de estudiantes que follaban a voz en cuello, con las ventanas abiertas incluso en plena helada nocturna, ajenos a lo que nadie pudiera pensar. ¿Podía pensarse otra cosa que el bien escuchando por casualidad, debajo de un balcón preñado de geranios, sollozos de amor extenuados de placer?”.
El laberinto del Albayzín, p. 58
El laberinto del Albayzín cuya maravillosa portada fue realizada por Miguel Fructuoso, probablemente mejor escrita, con un ritmo mucho más ágil y una extensión que hace que te la devores en una tarde tranquila de domingo, se desarrolla principalmente en Granada, ciudad en la que Paco se abrió a los mundos y en la que su personaje llega a abrirse tanto que se pierde en el laberinto de sus plazas y callejuelas descritas con fascinación de enamorado en varios pasajes. Aquí narra sin tantos merodeos ni digresiones lo que nos quiere contar. En esta ocasión, y pese a que Paco quería ser fiel a como pensaba y se sentía en ese momento, su mano es más madura, la prosa es más tranquila y sosegada, ya no fluye un torrente de ideas y pensamientos, sino que el texto es más medido, más pausado pero al mismo tiempo más preciso. Además está dividido en capítulos (a diferencia de Pantanosa) y estos tienen nombres cortos y concisos: Hybris, El laberinto del Albayzín, Antipsiquiatría… Se trata, para mí, de un texto más frugal y directo en contenido pero sobre todo en continente (aunque personalmente yo prefiera el atrevimiento exagerado y visceral de su predecesora) y son dos novelas independientes aunque esta sea una continuación de Pantanosa.
El texto explora toda una nueva forma de entender la enfermedad mental a través del medicado viaje del protagonista, aduciendo que si cada cerebro es único y funciona de una misma única manera cada cerebro en particular, entonces no existe una pauta unívoca de funcionamiento y por lo tanto no existe un modo de diferenciar lo que es una mente sana de otra que no lo está más que por la cantidad de actividad, no por su “calidad”, imposible de medir, definir o establecer. De hecho, si lo pensamos, ni si quiera sabemos si el mismo cerebro, nuestro propio cerebro incluso, funciona siempre igual, de la misma manera a lo largo de su existencia. Así se va tirando del hilo en el capítulo llamado Antipsiquiatría, señalando que esta situación, lejos de ser recibida por la psiquiatría como algo insólito objeto de ser estudiado, la impele a anestesiarlo y erradicarlo exclusivamente, desplegando para ello todo un arsenal farmacológico, necesario, pero que no profundiza en las raíces del conflicto que ha suscitado esa actividad inusitada de la mente y que propicia las decisiones de nuestro personaje.
Sabiendo como sabemos el escaso porcentaje que usamos de nuestra capacidad cerebral, esta actividad extraordinaria, en el sentido de que se produce de manera excepcional, tal vez debería ser tomada como objeto de estudio y no tanto de lobotomiza-estigmatización. Aunque estos son temas que deberán cuestionarse los expertos psicólogos y psiquiatras, ya que cada caso será un universo.
Por todo esto y mucho más, el poso final que nos deja no es ligero ni inocente, el protagonista ya no es “tan inocente”, ha vivido un viaje a los infiernos que se abstiene de detallar y aún así la novela cierra con un horizonte esperanzador, con un poso melancólico pero optimista; un atardecer en las islas griegas presagia un futuro incierto pero no por ello deprimente. Los hombres y mujeres no pueden ser tan malos ni tan mediocres. Existe alguna manera de resistir, de huir y que al mismo tiempo es una forma de reclusión interior liberadora… o tal vez no.
“Casi cada objeto aparecía acompañado de un discurso que yo traducía verbalmente, aunque ninguna palabra figurase en él, ni explícita ni implícitamente. Como si de repente hubiese hallado la clave de un protolenguaje fantástico, mediante el cual el mundo entero se mostraba con elocuencia, dotado de significaciones hasta entonces secuestradas en un limbo inaccesible y mudo”.
El laberinto del Albayzín, p. 77
El tema de la libertad o de la relación sociopolítica entre los individuos y el estado que sobrevuela ambas novelas, es algo que de alguna forma Paco ya había tratado previamente en el último número del fanzine La Cabra: Testamento de la Cabra[5], pero que como he señalado en una nota al pie del principio del texto, es algo que desarrollaré en otra reseña específicamente dedicada a este fanzine.
Al principio de esta reseña he incluido las dos portadas de la novela impresa en papel (incluyo aquí la que es la portada actual). Tuve el placer de crear la portada de Pantanosa, cuando la realicé hice dos versiones finales, una blanca, la que finalmente fue impresa, y otra negra que era la que yo tenía en mente como portada definitiva y que a petición póstuma de Paco remaquetó y cambió la editorial en su versión digital para venta en plataformas online. El motivo es que habíamos comentado en alguna ocasión, poco tiempo antes de su fallecimiento, que la portada idónea era la negra. Ambos coincidíamos en esto finalmente.
Lo que se ve en la portada blanca, es una ampliación retocada de lo que se puede ver en la negra, que son una serie de cañas de acequia entre las que asoma repentinamente una antena de televisión. En la versión albina la antena no llega a aparecer debido a ese acercamiento al motivo principal que además produce el pixelado con esos tonos verdes vejiga sobre el fondo vagamente gris. Para mí, la imagen que daba origen a todo era un maravilloso producto de la coincidencia, pues cuando hice la foto no me di cuenta de que emergía esa antena, la clásica de pinchos que se ve tanto en nuestros skylines pantanosos, y que le confería a la imagen toda una potencia conceptual de la que carecía sin ese elemento. Además le añadía un punto ácido y humorístico que creo que le venía muy bien, con ese objeto inerte, metálico y artificial que surgía de entre la masa vegetal viviente de la naturaleza como una caña más. Buscaba texturas y motivos en aquellas fotos, y de alguna manera me encontré con una metáfora del protagonista de Pantanosa.
En ambas me interesaba el juego de opuestos que se daba: portada exterior clara, contenido interior de la novela oscuro, imagen pixeladamente artificial frente a la exuberante abundancia orgánica de las cañas y la maleza. Y digo interior oscuro aunque realmente Pantanosa no sea para mí una novela oscura pese a su crítica feroz al orden establecido y su visión pesimista de la sociedad… o en cualquier caso se trata de una maravillosa oscuridad. Que no es una novela cómoda ni complaciente, ni tan siquiera con el propio protagonista, es obvio, pero bajo la rabia y aparente desesperanza que ostenta sin tapujos Pantanosa, subyace alegría pura, un torrente de pulsión hedonista y unas ansias de libertad abrumadoras en las que se solazarán aquellos que no se queden en la superficie. De todas formas, más vale descubrirlo por uno o una misma. Ese sería el mejor homenaje que podría hacérsele a Paco, conseguir que nuevos lectores se adentren en sus páginas a recorrer el pantano, a descubrir su plata y su plomo, a intentar descifrar lo indescifrable.
Foto de portada: Claudio Aldaz.
Foto de Paco Miranda en el artículo: Elena Merino para Revista Magma.
[1]A este fanzine llamado La Cabra y que también menciono más adelante le dedicaremos otro artículo específico más adelante.
[2]Paco, al que voy a llamar así el resto del texto por la amistad tan cercana que nos unía y se me hace raro llamarle Francisco, al igual que Espinosa era licenciado en derecho de formación y escritor de vocación. De profesión no sabría decir, porque ejercer de abogado en el turno de oficio en este país es algo tan admirable en la práctica del derecho como denigrante como ocupación. Las condiciones de este colectivo son tan lamentables que superan incluso las del Profesor Asociado, otra figura de la que lleva aprovechándose décadas el estado y una institución supuestamente ejemplar como debería ser la universidad pública.
[3]Murcia está asentada en un valle de procedencia pantanosa, de ahí que una de sus acepciones sea esta.
[4]En una entrevista que le realiza Sánchez Dragó, Paco señala que la primera frase del libro era capital en ese sentido, ya que no quería llevar a equívocos a nadie. Más aún, quería que desde el mismo inicio el lector supiera a que se iba a enfrentar, desvelando gran parte del tono y contenido desde el principio, para que abandonase la lectura en el caso de que no le interesase. Y esa primera frase dice así “La LSD comenzaba a actuar”, toda una declaración de principios e intenciones.
[5]Digo esto porque aunque su planteamiento me recuerde al de El guardián entre el centeno, hay una distancia sideral entre las disquisiciones metafísicas de uno y otro, el protagonista de Pantanosa y el de la novela de Salinger. También es cierto que en un caso se trata de un joven post-adolescente americano de una época concreta y sus pensamientos son tales, y en otro de un joven-hombre europeo, inquieto pero firme en sus decisiones; en otra época y otro momento de madurez de su vida, en definitiva. El viaje al final de la noche es para mí otra novela, de alguna manera también iniciática, a la que se asemeja Pantanosa formalmente y no tanto por su poso profundamente amargo.
[6]Utilizo este término inventado, pero a la vez tan inconscientemente familiar para cualquiera que conozca la historia del arte de estas tierras, con la intención de ilustrar el gusto heredado de la tradición histórica murciana por lo recargado, el horror baqui y el arabesco. Paco consciente de esto, nos presenta un personaje que “suelta” todo lo que piensa en una especie de soliloquio sin fin, pero es algo buscado, en parte. Como él decía, quería retratar/reflejar como se sentía entonces, con esa edad y con ese amontonamiento mental que suele producirse en el salto de la adolescencia a la juventud.
[7]La Cabra fue una de las múltiples aventuras que emprendimos junto a un grupo de allegados y afines. Un modesto fanzine que no por ello deja de ser una gran-pequeña obra editorial. Una publicación que para Paco fue un proyecto personal, y que al margen de la vinculación emocional que me une, considero que es y era en su momento una joyica cultural de 200 ejemplares de tirada por número, realizados casi de manera artesanal… o bueno no, de manera artesanal completamente.
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