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Yo nunca había estado en un club de lectura. Si soy sincera, nunca se me había pasado por la cabeza. Me gusta leer sola en mi casa, sin que nadie me moleste. Qué pereza quedar con gente para comentar lo que me leo, si a los dos días ya no me acuerdo del final. Habla mi esquina antisocial, claro. Mi otra esquina social tenía suficiente con preguntarle a Mari Luz, Helena, Irene o a mi abuela por el último libro que se habían leído y decirles que no cayeran en la trampa del que yo acababa de terminar. Todo muy íntimo y cordial. Luego ya me dio por escribir alguna reseña y mis lecturas se hicieron un poquitito más públicas, cosa que no recuerdo siquiera por qué empecé a hacer. Imagino que se llevaba y yo estaba muy motivada —juventud, divino tesoro, voy a cumplir treinta, no voy a volver—.

A pesar de que me daba bastante vergüenza escribir sobre los libros que leía, —el síndrome del impostor llama a tu puerta—, terminaba haciéndolo. Después de una carrera de filología siempre intentabas escribir analizando tal y como te habían enseñado, exhaustivamente e incluso científicamente. Lo que ocurría es que ya no se trataba de escribir trabajos para los profesores, sino piezas un poco entretenidas para un público al que, a priori, podía no gustarle leer. El salto era significativo. Así que yo escribía muy de calle más o menos como ahora, bueno, en realidad no estoy muy segura, es lo que creo recordar, y, sinceramente, no voy a ir ahora mismo a comprobarlo porque me avergonzaría y dejaría de escribir. 

Tampoco sé si alguien llegaba a leer aquellas reseñas, si acaso el autor del que escribía, si estaba vivo y yo había tenido a bien mandarle el texto, o mi madre. La solitaria vida de la literatura en las redes cuando aún no han nacido los poetuits. También después, para qué engañarnos. Te daba subidón cuando alguien a quien admirabas le daba a me gusta en Facebook o te marcaba como favorito, pero a los pocos minutos, sanseacabó. Ni estaba ni estoy hecha para ser influencer, como podréis comprobar si algún día se publica esto, porque se me olvidará postearlo y retuitearlo y si, por capricho del destino consigo hacerlo, lo haré cuando ya hayan pasado semanas, perdóname jefe, porque no sé lo que hago. 

Todo este inciso innecesario, —quizá como todos los del mundo—, para decir por qué no quería ir a un club de lectura: porque ya tenía suficiente, ya tenía demasiado, quizá, ya se me iba a secar el cerebro de solo pensar en libros. Por eso empecé a trabajar en una librería, porque ya puestos… para qué plantarnos tan pronto. También me tocaba entonces hacer recomendaciones, esta vez en petit comité, menos vergüenza sí, pero más improvisación. Aprendí dos cosas muy valiosas: no puedes recomendarle tu libro favorito a una persona cualquiera y nunca lees suficientes novelas divertidas. Hay un libro para cada uno en cada momento y si bien es cierto que no se puede hacer diana a la primera, unas preguntas clave y un poco de intuición pueden, al menos, acercarte al, «venga, este sí,» del lector o regalador. En la mayor parte de las ocasiones, no hay un búmeran de vuelta, como en las redes sociales, pero de repente, sucede la magia y viene esa persona leyendo el libro que te fascinó y empezáis a emocionaros comentándolo y el señor que le sigue quiere leerlo y la siguiente ya no se puede ir sin él. Y pienso entonces que quizá un club de lectura sea eso y como una librería no puede seguir en pie sin un club de lectura me propongo hacerlo, no sin miedo a que quede desierto. Mi santa madre dice que viene para que no me ponga a llorar y que se lleva a una amiga suya maravillosa. También viene María, que dice que le gusta mucho leer, pero que a veces le cuesta elegir el qué. Podía haber sido un poco traumático que fuéramos solo cuatro personas, pero lo cierto es que no, tuvimos una bonita charla  sobre lo que nos gustaba leer y después de intentar elegir entre los títulos que había propuesto, convinimos que la mejor opción era una novela que no era tan larga como su propio título: La sociedad literaria del pastel de piel de patata de Guernsey, de Mary Ann Shaffer (Salamandra, 2007). Nos terminamos las galletas de mantequilla y nos citamos allí mismo un mes después. 

Ese día llegaron también con su libro bajo el brazo dos amigas más de María (María Bis y Raquel), mi mejor amiga, Mari Luz y una de mis clientas favoritas, María Bis Bis. Esto ya sí que iba teniendo empaque. Como podéis imaginar, yo nerviosa porque, claro, tenía que moderar y dar algunas impresiones de estudiosa de la literatura. Nada más lejos de la realidad, aquello empezó a fluir sin que yo apenas diera un par de pinceladas. Puede sonar cursi, pero observar la conversación de unas personas con un libro en común parece tender a la magia.. Nos gustó muchísimo la lectura, pero aún más la conversación. Cuánto nos enriqueció la mirada de las demás, cuánto nos conectó. ¿Era yo la que decía que leyendo sola tenía suficiente, incluso demasiado? Infelice. Una novela epistolar deliciosa ─no como el pastel de piel de patata─ en la que todas encontramos un lugar agradable donde descansar de nuestras ansiedades. Había drama, sí, como no podía ser de otra manera, pero era un drama contenido que, (aquí todas coincidimos) no conseguía borrar el buen sabor de boca que nos había dejado esta lectura divertida, sin grandes pomposidades, tierna y honesta. Nos vi a todas bastante emocionadas y no creo que fuera por los rollitos de naranja de las monjas. 

A la hora de elegir nuestra segunda lectura, seguimos la recomendación de María: El verano sin hombres (Anagrama, 2011), de la ya tratada aquí Siri Hustvedt. Esta vez las opiniones también fueron más o menos unánimes: no nos había gustado demasiado. A veces éramos hasta un poco despiadadas y eso, lo mires por donde los mires, es gracioso. Ay Siri, a la próxima te invitamos para que no te piten los oídos. ¿Qué ocurrió? Que aunque no disfrutásemos muchísimo el libro, nos encantó hablar de él y en absoluto nos arrepentimos de haberlo elegido por todas las reflexiones que nos proporcionó. Y que tampoco estaba tan mal, no os vayáis a pensar. La lectura crece con el diálogo, las risas por las “pausas” y también los dulces, para qué negarlo. 

Durante el próximo mes leeremos Rialto 11 (Libros del asteroide, 2019), de Belén Rubiano: las memorias de una librera que se queda sin librería. Ha sido puro azar, pero hemos acabado leyendo libros en los que los clubes de lectura y los libros eran primordiales. ¿Será porque para nosotras también lo son? En cualquier caso, yo que no quería oír hablar de clubes de lectura ni en pintura estoy empezando a desear que llegue nuestra siguiente cita, expectante por ver las reacciones literarias de mis compañeras de merienda. 


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