La Revista de Murcia Inspira

«Que cada uno se centre en su obra y admire a quien le plazca. Y adelante»

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Foto: JM RODRIGUEZ

¿Cómo vives el confinamiento en tu faceta familiar y literaria?

Como a tanta gente, en el primer fin de semana de encierro creí que me enviaban al paraíso deseado por alguien cuyas pasiones, y estímulos intelectuales y sensoriales, salvo el viajar y poco más, se encuentran al 85 % en el ámbito doméstico. Pero a las pocas horas tenía ya el móvil y el ordenador ardiendo con una catarata de correos laborales, chistes, memes, gifs, fotos, enlaces con noticias y documentos en todos los formatos. En mi obsesión por tener ese ansiado tiempo libre y de recogimiento casero cometí el error de creer que lo conseguiría. Ahora que llevamos más de dos semanas estoy empezando a encontrar la mecanización del asunto, pero me ha costado. Tengo mujer y dos hijos en la adolescencia. Los cuatro nos manejamos perfectamente con la tecnología, así que cada uno hace su vida en su habitáculo y disfrutamos de la convivencia, como si de un fin de semana se tratase, en desayunos, comidas y cenas familiares con conversaciones disparatadas y con el ingenio a flor de piel. Por ahora estamos siendo afortunados.

Dentro de esta “cárcel”, imagina que puedes viajar y quedarte en el lugar idílico que siempre has deseado.

¡Uff! Mi primer libro se titula Nómada, y eso ya sería una respuesta cerrada a tu pregunta, pero, abriéndome a esa ilusión que planteas, te diré que hay bastantes ciudades reales candidatas a lugar idílico. Ninguna está en Asia, ni en Oceanía ni en África. Digo ciudades porque con seguridad elegiría una ciudad, no un pueblo. Tengo algo de fobia a la cotidianidad rural. Y esa ciudad ha de tener el mar muy cerca y una vida cultural decente. La cosa andaría entre Los Ángeles, Nueva York, La Habana, Barcelona y Buenos Aires, pero creo que Los Ángeles tiene algo de todas las demás que he mencionado. Sí, Los Ángeles sería ideal.

Si hablamos de ciudades, Murcia ha estado presente en gran parte de tu vida.

Murcia es una ciudad muy cercana, que amo y a la que frecuento, pero siempre la relacionaré con mis años en la universidad, por mucho tiempo que haya pasado. De modo que, si me preguntas qué destacaría, mi respuesta inmediata es: su vida universitaria. Tuve una actividad frenética a nivel festivo y cultural. Años muy locos e intensos. Cumplí todos los requisitos del manual del joven universitario: chicas, alcohol, nuevos amigos, teatro, conciertos, sustancias, cine, lecturas voraces, tertulias ansiosas con todos los poros abiertos, etc. En un solo día, sin exagerar, por la mañana iba a clase a escuchar las teorías posmodernas de Pozuelo Yvancos o las sabias lecciones de Vicente Cervera, después cerveceaba con el bajista del grupo mod Art School, bebía vino dulce y tertuliaba con heavies y punkis en la tienda de Discos Tráfico, y esa misma tarde ensayaba una performance casera en el piso de unos amigos colocados. Luego, terminaba ligando en el Rocky Racoon, en Ítaca, en Sub Pop, en Zalacaín, viendo una peli francesa en Mestizo, un concierto en La Puerta Falsa, o una obra de teatro en el Romea. A veces tengo la sensación de que en mis años en Murcia agoté la felicidad de una vida entera. Tenía también dinero para pagar muchos de esos caprichos festivo-culturales. Mi padre aún vivía y, por tanto, la situación económica en mi familia era desahogada.

Ahora, tras esa “felicidad juvenil”, la que domina es Cartagena.

Antes de asentarme en Cartagena, trabajé en Almería seis años, muy fructíferos en amistad y poesía, y conocí bien la Andalucía Oriental. Las ciudades donde he residido hasta ahora son Murcia, Alicante, Almería y Cartagena. Me ha faltado Albacete para completar el puzzle del sureste, pero todo se andará. Mi idiosincrasia pertenece al sureste español, mi carácter es mediterráneo.

Respecto a la felicidad, simplemente se transforma. Por lógica, la intensidad juvenil solo puede vivirse en un cuerpo joven. Después, ese vigor, ese ardor, esa energía salvaje cambia de tonalidad. Cambia la escenografía, el ritmo, el calibre. Es una palabra muy explotada y a menudo mal utilizada, pero digamos que entra uno a disfrutar las ventajas de la madurez. En ese marco, el detalle pasa a ser protagonista, algo realmente esencial. Te pondré ejemplos clásicos: saber beber un whisky solo, manejarte mejor en el sexo, en la lectura y la escritura, perfeccionar el paseo, la conversación, apreciar la escucha de otros sonidos que antes te eran indiferentes… Por supuesto, todo eso atravesado por la capacidad para conmoverse con nuevas situaciones en el amor conyugal, que también es un arte para equilibristas, y el proceso de la paternidad, una sacudida en sí. Yo lo llamo “la experiencia doméstica”.

Una vez en estos escenarios, ¿hacia dónde se dirige esta energía? Poetas como José Óscar López, José Daniel Espejo, o Cristina Morano, han tratado el tema del hogar y del viaje.

¿Qué poeta contemporáneo no siente la eterna huida, qué poeta con un mínimo de talento no ha asimilado el concepto de que somos viajeros inmóviles? El viaje era uno de los cimientos de la posmodernidad, pero ya estamos instalados en la hipermodernidad, donde somos conscientes de orbitar sobre la nada, incansables, perseverantes. Y esa certeza no tiene por qué verse como una tragedia o una batalla perdida del pensamiento humano, sino como una constatación de nuestra naturaleza perseguidora en espiral. Escribí en Un fotógrafo ciego algunos poemas que van en esa línea nadaísta. Cuando Björk presentó su disco Vespertine argumentaba que no quería crear un álbum extrovertido, sino mostrar que uno de los mejores lugares del mundo era estar en tu habitación con un libro. Esa es la idea: el prodigio de la introversión. Viaje, hogar, muerte, tres conceptos orbitando en los versos de los poetas con coraje que intentamos alcanzar el tesoro invisible del entendimiento. ¿Bajamos un poco a Tierra, Héctor? Nos estamos poniendo demasiado astrales, ¿no?

Es cierto, vamos a concretar: ¿cómo podemos abordar la poesía?

En esto solo puedo responder con una visión particular del abordaje. Cada pirata escribe con sus propias estrategias. Después, con los años, esos planes de escritura pueden estancarse, ser explorados hasta la extenuación, evolucionar o incluso contradecirse. Es curioso, conozco compañeros generacionales que aplaudían con fervor las propuestas estéticas de Luis García Montero, Luis Antonio de Villena, o José María Álvarez hace veinte años, y ahora reniegan de su magisterio y su grandeza influidos por sus intervenciones como personajes públicos o políticos, influidos también por la tendencia dominante de turno. Esto no me parece mal, no me gusta ir de juez de la poesía por la vida ni de repartidor de carnets de poeta, una afición repugnante. Simplemente deja en evidencia el fluir de las actitudes de la gente. Y los poetas son gente. Eso no se me olvida nunca. No creo en lo mágico o lo “divino” del poeta, sino en que el poeta trabaja con dos instrumentos, la vida y el verbo, con los que está obligado a fundar un material mágico. Yo me siento ahora mismo en esa línea de abordaje: desde la artesanía hacia la maravilla.

Bueno, no creo que seas un “repartidor de carnets de poeta”, ¿pero cómo funciona ahora en la sociedad actual?

He leído y he reflexionado mucho, cómo no, sobre el papel de la poesía en la sociedad. Obviamente, lo tiene, pero antes quizá deberíamos concretar de qué hablamos cuando hablamos de poesía hoy. ¿Hablamos de poesía cuando la trenzamos a la música a través del hip hop, el pop, el rock, el soul, el blues, la ópera, el cante jondo? ¿Hablamos de poesía cuando hablamos de ejercicios verbales de autoayuda, de fotos con citas horteras o sublimes pululando por las redes sociales, de pintadas callejeras como las de Acción Poética? Porque, si abrimos tanto ese concepto, la poesía vive un momento de esplendor inimaginable. Aún así, supongo que me preguntas por la poesía entendida como “obra culta”, es decir, por el arte de escribir poemas, la mayoría de ellos compendiados y organizados en un libro y por cómo sus receptores, la sociedad, lo valoran leyéndolo en sus casas o disfrutando de su lectura pública en centros culturales, bares, festivales, etcétera, ¿no? Si nos ajustamos a ese concepto, la poesía sigue teniendo un papel esencial de entendimiento metafísico, de pulsión y conexión política y espiritual alucinante y, por supuesto, también de conocimiento. ¿Arte minoritario? Psé, tal vez. ¿Y qué? ¿Minoritario en comparación con qué, con la petanca, con la danza contemporánea, con el taekwondo, con el cómic?

Te diré que el estado de la poesía actualmente es muy saludable, en España y en el mundo, incluyendo su democratización. Soy positivo y optimista en este tema. Las mejores etapas de la historia de la poesía se han dado en los países donde el número de poetas por metro cuadrado era excesivo. Solamente te nombro dos momentos en nuestro país para ejemplificar esa benigna democratización: Siglo de Oro y Generación del 27. Había poetas malísimos y mediocres en esas dos etapas, pero había un caldo de cultivo necesario para que de entre esa mediocridad saliesen auténticas cumbres de las que sentirse orgulloso. Quizá fue necesario que hubiera en el siglo XVII un Fray Ambrosio Montesinos para que surgiera un Quevedo. La grandeza de Cernuda o de Lorca se sostiene sobre un buen puñado de poetas grises contemporáneos. Me explico, ¿no? No sé si la expresión “mal necesario” sería adecuada para resumir la democratización de la poesía o su vulgarización.

Sin salirnos de nuestra Región de Murcia, te encuentras poetas de todo pelaje, y en esa escena variada y excesiva cabemos todos: freakies brillantes y freakies despreciables, modernas de pueblo o con estilo, serpientes hermosas o venenosas, poetas ultra-edulcorados, alcanforados, eruditos a la violeta, con chanclas, con bikini, poetas catetos, metrosexuales, clasicistas, venecianistas, exhibicionistas, poetas zen, poetas pobres, millonarios, ambiguos, de clase media, poetas pseudo-marxistas y marxistas, poetas de la huerta o del mar… ¿Qué sobrevivirá de toda esta escena regional? ¿Y de la nacional, la internacional? ¿Y a quién le importa? Nadie lo sabe. Ergo, que cada uno se centre en su obra y admire a quien le plazca. Y adelante.

Recuerdo que en una entrevista dijiste que eras un samurái: alguien que había esperado pacientemente para publicar y no lamentar, más tarde, la calidad de algunos de sus libros juveniles.

Sí, lo dije. Aunque mi carácter es bastante pasional, mi forma de crear es templada y precisa, no torrencial. Y no soy prolífico. Tengo cuarenta y cuatro años, y solamente he publicado unas cuantas plaquettes y tres poemarios. A mi edad, la mayoría de mis compañeros generacionales lleva publicados un mínimo de cinco o seis libros.

Me preocupa la coherencia de mi obra literaria publicada. Siento como una falta de respeto al lector el hecho de publicar a lo loco, porque sí, porque yo lo valgo, y si no está bien cocido un libro, que el lector se lo coma crudo. Yo no puedo sentirlo así. Escribir es una cosa, otra es publicar, un peligroso y delicado acto exhibicionista. Por muy tímido que se muestre, todo el que escribe, a la hora de la verdad, publica porque quiere que alguien, aunque sea una sola persona, aplauda y reconozca lo que ha hecho. De todas maneras, a veces flaqueo y siento mi contención de samurái no como una virtud, sino como un defecto. Quizá debiera haberme dejado llevar y no ser tan contenido como autor. No sé. La mayoría de la gente parece tener más admiración a un poeta cuyo número de libros publicados sea abundante.

Como la vida rural de principios del XX, me parece que describes una realidad social ahora inimaginable. Actualmente, todo poeta que se precie ha de publicar joven, y ha de promocionarse por doquier subiendo vídeos y asistiendo a recitales y micros abiertos.

Está claro que estamos ante un Nuevo Orden Cultural. Y hay ya una generación, casi dos, de creadores que han sido educados en ese Nuevo Orden de normalizada precocidad, velocidad productiva y autopromoción extenuante. No veo ninguna solución para frenar o reducir esta infantilización ridícula, salvo la indiferencia y seguir escuchando en casa la terapéutica canción Kill ‘em all de Metallica.

Incluyendo a los no tan jóvenes, muchos de ellos, aunque lo nieguen, solo saben hablar de sí mismos, de sus opiniones y de sus causas: ¿cómo puede uno no contradecirse, y evitar ese exhibicionismo social tan íntimamente relacionado al elogio fácil?

Efectivamente, hay algo que me inquieta más: muchos suelda-versos adultos se han contagiado o han copiado de los jóvenes esa manera machacona y onanista de vender su burra poética.

Aún así, aquí preguntas por dos cosas que han existido siempre: el egoísmo y el halago cómodo con un “me gusta”, emoticonos de corazones o un breve comentario al estilo “eres un crack”. El egoísmo, la fuente inagotable con la que Zuckerberg y compañía alimentan su cuenta corriente, es inherente al ser humano. Aceptémoslo y convivamos con la presencia de esa droga entre nosotros y para siempre, usemos esa droga para nuestro beneficio, pero dosificándola adecuadamente. No sirve de nada flagelarse por ver cómo nos contradecimos. Tratemos, quizás, de no abusar de un tipo de contradicción, la que destruye nuestra fiabilidad moral. Para mí esa contradicción es la más peligrosa. Suele intoxicar sobre todo a los mediocres. Uno, al final, se hace especialista en detectar la mediocridad digital con los mismos métodos con que antes detectaba la mediocridad analógica.

Entonces, ¿qué merece más la pena: leer o publicar? Parece que, a veces, el libro ha de estar cocido porque ha de aportar algo a la tradición literaria.

Sí, pero con sumo cuidado, porque también se puede uno pasar en el tiempo de cocción. Conozco libros de autores que han sufrido una especie de asfixia creativa por esforzarse demasiado en el pulimento de una obra. Cuando la han publicado, creyendo que me iba a encontrar una maravilla, han resultado ser libros fallidos, cojos, quemados.

Respecto a la disyuntiva leer/publicar, no la veo demasiado justa. En todo caso, la disyuntiva adecuada sería leer/escribir y, como bien dices, la lectura es quizá el alimento más importante para que fluya la escritura, aunque hayan existido poetas estelares que no fueron necesariamente lectores compulsivos. Lorca fue uno de ellos, por ejemplo. Su intuición era tan fina que no necesitaba ser un erudito. ¡Dios me libre de los poetas eruditos! Para mí, leer es gozo puro y escribir es organizar la mejor fiesta posible para el otro, matarte para que cada libro sea un espectáculo emocional inolvidable. Yo, desde luego, no puedo separar un acto del otro. Sé de lectores, sin embargo, que abandonaron la idea de escribir por pasar una vida entera de satisfacción lectora. Pusieron en una balanza las ventajas e inconvenientes de una y otra acción y se quedaron con el papel exclusivamente de receptor. Dijeron no a la vanidad como posibles autores. Eso me parece admirable, un hedonismo de lector extremo.

También debo decir que, como lector, te has abierto una bitácora: ¿te estás mostrando más a través de las breves reflexiones que publicas?

Sí. Aprovecho esas pequeñas reflexiones lectoras o notas caprichosas sobre un libro para ir soltando argumentos propios que definen mi modo de concebir la vida y la escritura. La bitácora se ha convertido en un territorio digital marginal que da una libertad magnífica, sin la presión de la urgencia o el exhibicionismo inmediato de las redes sociales.

Foto: Ángel Paniagua.

Ahora que con el Covid-19, los libros vuelven a instrumentalizarse con el poder educativo de la cultura, ¿podrías mencionar algunos de los libros, personajes o historias que han logrado transportarte a otros mundos?

A ver, sobre esa instrumentalización, hay un interés (sobre todo por parte de la figura del erudito o de bastantes docentes mediocres) de fijar una barrera, de mantener una distancia que los haga sentirse especiales, una suerte de titulitis intelectual o artística. Se ve en seguida a poco que converses con ciertos gilipollas y escuches cosas como: “¿aún no has leído La náusea?”, o “antes de leer a Luna Miguel tienes que leer a Garcilaso”, o toda la burla que hay en torno a Murakami, Karl Ove Knausgård, etc. Esa actitud de clasismo docto es un esfuerzo por salvaguardar la mediocridad entre la aparente “intelligentsia indie”.

Por otra parte, yo hace tiempo que, por cuestiones de infraestructura familiar y económica, practico muy poco el viaje real, pero, eso sí, ando desbordado de viajes librescos. Me temo que voy a seguir esta baratísima opción el resto de mi vida. ¿Libros? Te menciono tres: Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, El retrato de Dorian Gray de Wilde y El llano en llamas de Rulfo. Te digo también tres personajes: Alonso Quijano, Julien Sorel y el Pereira de Tabucchi. Y tres historias importantísimas en mi vida son El velo de la reina Mab, de Rubén Darío (mi hijo mayor se llama Darío por este relato), El inmortal, de Borges, y el robo traumático del intento de ser feliz que vive el protagonista de Plataforma de Michel Houellebecq.

Recuerdo que El inmortal lo leí con veinte años. Me lo descubrió el profesor Vicente Cervera Salinas en una asignatura llamada Literatura Hispanoamericana I (nunca le agradeceré lo suficiente al maestro Vicente ese hallazgo). Pensé que no podía existir el escritor perfecto y Borges lo es. Borges cierra un capítulo de la Historia de la Humanidad y abre el otro. Es la llave. No existe ningún escritor en la Historia como él, eso lo sabe cualquiera que se siente frente a un teclado. Otra cosa es que queramos mirar para otro lado y no reconocerlo, darle vueltas, tergiversar su obra otorgándole más valor a algunas acciones antipáticas o desagradables que cometió como hombre, etc. Yo hablo de su escritura. Lo leí con tanta admiración que no lo leo desde hace una década y media. Es más: si no lo leo nunca más, me daría igual. Pienso en Borges como pienso en Homero. No me apetece saber nada del Borges o del Homero hombre, no le doy ningún valor.

 ¿Y Houellebecq? No conozco hoy quien cante mejor a la decadencia occidental. La aplaude y la patrocina desde el trauma y su profunda melancolía. Me siento muy orgulloso de ser occidental. No voy con la cabeza baja porque seamos una civilización decadente. ¡Pues claro! ¿Qué esperábamos? Eso sí, que no nos toquen nuestra decadencia, que ya la resolvemos nosotros solitos. Y si nos la tocan y se va al carajo todo, pues aquí estaremos, esperando, como ahora. No es una postura cómoda, no es una pose. Lo siento realmente así. No quiero ser oriental. No quiero negar lo que soy, un miembro anónimo de una sociedad privilegiada capaz de autocriticarse. Si una sociedad no se autocritica, no le hace frente a su miseria, ¿va a venir a criticarme el cura, el rabino o el imán o su puñetera madre? ¡Venga, hombre!

Al personaje de Julien Sorel me acerqué a los diecisiete años, en un chalet de Santa Ana, un pueblo de Cartagena. Me lo presentó una chica en bikini, eufórica, muy inteligente, en medio de una reunión de adolescentes burgueses alrededor de una piscina. Éramos inquietos, y allí, en bañador, bebiendo líquidos exóticos, haciendo el cabra, fumando, mareándonos, coqueteando, charlando sobre música, pelis, etc., sacó de su bolsa Rojo y negro y me dijo: “Te la presto, la acabo de terminar, es un clásico, un libro antiguo” y yo le contesté: “¿Un clásico? Esos libros son muy pesados”. Y resolvió: “Sé cómo eres, esta novela te va a encantar”. Es una mera anécdota extraliteraria, no tiene nada que ver con Julien Sorel y, sin embargo, no puedo dejar de asociar ese momento a las horas que ese verano dediqué asistiendo a los conflictos del protagonista de Rojo y negro. A partir de esa lectura, se me abrieron las puertas de aquellos clásicos universales de los que, por la apatía docente, nadie hablaba en la secundaria. Quizá por esa razón me animé a estudiar Filología. Me encandiló entonces el final arrebatador de El retrato de Dorian Gray, la anarquía insultante de Rabelais y la prosa pulida y siniestra de Rulfo. Cayeron muchos, decenas de obras maestras, y sobre todo durante las vacaciones veraniegas, que eran una nada paradisíaca para el estudiante.

Son referencias que confirmaron y aún confirman mi mística particular. Siento que el arte es la forma del universo. Esa idea me ha perseguido desde que era crío. Todo lo ha explicado el arte. Y lo sigue haciendo y lo hará. Sé que moriré con esa idea.

Menuda afirmación, ¿de qué manera explica el arte el mundo?

Es que el arte no debe explicar el mundo. Simplemente lo hace, lo explica sin pretenderlo y, por supuesto, lo expresa con una sutilidad natural, esencial. Esto último, la no pretensión, es la clave de que yo sienta el arte, entendido como el hecho de crear, como lo más parecido al espejo atómico del universo. Yo no soy un hombre creyente, religioso, es una decisión y un sentimiento lógico tras asimilar las luces de una educación occidental. Me extraña que haya que recordar que a Dios lo han matado oficialmente varias veces desde hace más de un siglo y clandestinamente desde hace mucho más. Pero te voy a decir una cosa: antes parece que estaba despreciando la educación oriental y no es así. En mi idea del arte “a lo divino” confluyen precisamente la naturalidad oriental con la ciencia y el talento occidental. El infinito de Leopardi es “dios”, Las flores del mal de Baudelaire o La mirada de Ulises de Angelopoulos explican el mundo, Saturno devorando a un hijo de Goya, etc. Los sonidos que hace tu bebé al levantarse una mañana de domingo, una cerveza con un amigo verdadero, un orgasmo pleno o el amor te hacen sentir la parte amable del universo, justifican el universo, pero no lo explican.

¿Y hay temáticas urgentes o todas sirven por igual?

Los textos urgentes son caducos si no hay una voluntad por parte del autor de que esas palabras trasciendan. Los poemas de trinchera de Alberti o el soneto a Franco que escribió Manuel Machado, por ejemplo, son caca de la vaca. Sin embargo, el poema Hombres de Inglaterra de Shelley, inspirado en la Masacre de Peterloo en el Manchester de principios del XIX por la reforma de la representación parlamentaria, sigue siendo un texto efectivo. La urgencia es tendencia y la tendencia llama a la orientación. Yo apuesto, desde luego, por una literatura desorientada.

Foto: Carlos Martínez.

Para desorientación la que parece reinar ahora: la literatura en detrimento del VR (realidad virtual), las series de Netflix, etc.

Es obvio que, haciendo un estudio comparativo, la literatura es una perdedora nata, pero realmente es muy difícil saber a qué nivel de profundidad se lee, qué tipo de música es tendencia, o cuál es la verdadera actitud de las personas que suelen asistir con asiduidad a exposiciones. A veces, Héctor, te llevas sorpresas. La lectura es un acto íntimo, pero la sociedad te ofrece multitud de actos literarios diferentes que visibilizan y socializan la lectura: presentaciones de libros, tertulias, mesas redondas, lecturas públicas, recitales, escenificaciones o performances basadas en libros, etc. Y allí te encuentras de todo: el que va con una lista en el bolsillo para tachar y crucificar a quien no ha asistido al evento, el que disfruta del acto y además goza gastronómica, alcohólica y amistosamente del acto, el que solo va por compromiso con cara de amargado y el que, no siendo escritor ni estando su vida vinculada a la escritura, asiste sinceramente a ver, escuchar, aprender y, si puede, participar del acto preguntando. Me interesa mucho este último perfil. El hecho cultural es un hecho social. Debe serlo. Y no siento que seamos cuatro gatos. Somos menos, muchísimos menos que los seguidores de los videojuegos, del mundo manga, del Circo del Sol, de los cross o de los torneos de pádel, bastante menos, sí, pero no somos cuatro gatos. Aquí cabe preguntarse por ese patético gusto por la creación minoritaria que abanderan no pocos escritores, del que ya hemos hablado.

Sobre esa minoría, ¿tiene que ver con la diferencia entre centro y periferia cultural, que tan de moda estuvo hace un tiempo?

No exactamente. Creo que no. Lo minoritario no implica lo periférico. En urbes como Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao o Valencia siguen habitando muchos escritores, es decir, artistas con recepción minoritaria. Mi querencia por lo periférico va por otro lado. Mucha gente se ha engañado creyendo que, debido a los avances tecnológicos, la importancia de lo céntrico frente a la condescendencia por la periferia se ha disipado. ¡Un carajo! Podría llenar páginas de un libro que tal vez escriba algún día, una especie de manifiesto periférico a caballo entre la investigación seria, el tono burlón y la autoparodia. Pero eso es otra historia.

Volviendo a la poesía, que desde sus comienzos tuvo una función lírica muy destacada, ¿qué es para ti la música?

Para mí es la forma de creación más alta de todas, por encima de la literatura, que es la que yo practico. Y por encima del cine. El cine necesita de la música.  Incluso por encima de la pintura. Hasta el fin de la Edad Moderna era habitual el debate público intelectual sobre cuál de las artes era la que tenía mayor rango, y la música y la pintura siempre quedaban finalistas. Envidio a los músicos. ¿Se nota mucho que soy un músico frustrado? Y no te hablo de ser cantante, que es una evolución del juglar, sino de componer. Me hubiera conformado con ser pianista, trompetista, saxofonista, por ejemplo, o guitarrista de un grupo desconocido de música garage rock… No sé, algo así.

Hay una idea bastante extendida que define a los compositores de música pop como los nuevos poetas, los poetas de la actualidad, dando a entender que la idea de la poesía como el arte de la escritura en verso para ser recitada o leída en silencio forma parte del pasado. Pues no, me niego. Ahí están Leonard Cohen, Dominique A, Antonio Vega, Dylan, Bowie, Silvio, Tom Waits, Josele Santiago… La palabra y la música resultan una pareja invencible, sí, pero defiendo con uñas y dientes la palabra desnuda, mi vocación. La literatura quizá esté agonizando como manifestación cultural, pero afirmo que los escritores no hemos muerto y, si nos matan, vamos a pelear duro hasta el final.

Está muy trillado, pero me recuerda al auge de los cantautores en estos últimos años.

Estéticamente me parecen bazofia. Digo esto porque soy un cuarentón, y mi bagaje cultural y literario es robusto. La experiencia hace que desconfíes, o te resulten indiferentes las neo-fórmulas poético-musicales estudiadas y preparadas a nivel industrial. Pero, tras superar este rechazo al nuevo producto engañoso, me he preguntado: ¿y si yo tuviese catorce, quince o dieciséis años? ¿No lo fliparía con el pseudorromanticismo para adolescentes de Escandar Algeet, Chica Metáfora, Todorova, Victoria Ash, Loreto Sesma, Zahara y buena parte del catálogo de editoriales como Lapsus Calami? ¿No tendría en mi smartphone una buena cantidad de hits de Marwan, Diego Martín, Andrés Suárez, Muerdo o esa mierda de disco-libro de Txus di Fellatio titulado El cementerio de los versos perdidos? Quizás no, pero es probable que sí. ¿A qué poetas contemporáneos leía yo cuando tenía diecisiete años? Entre otros, a Bécquer, a Mario Benedetti… ¿Qué opino de la poesía de Benedetti ahora mismo? Que es facilona, cursi, con muchísima menos chispa de lo que yo creía en mi adolescencia y que, sin embargo, ha hecho felices a millones de jóvenes en el mundo de, al menos, dos o tres generaciones.

Aún recuerdo a mitad de los años noventa la triple cola que tuve que sufrir en el Aula de Cultura de la CAM, en Murcia, para presenciar un encuentro con Benedetti. Iba a recitar poemas, nada más, y parecía una cola propia de una estrella del rock. Inaudito. Era como estar en el City Lights Poet’s Theater de San Francisco, hasta la bandera de gente escuchando a Bukowski en los años 70, pero en versión uruguayo-huertana. Con los años me he dado cuenta de dos cosas: de que me estoy volviendo mayor y de que gente como Algeet, Salem, Chica Metáfora, Rafael Lechowski y otros muchos están inyectando el virus de la poesía a una juventud que ni la docencia ni los medios habituales de comunicación tradicionales habían conseguido en el siglo XXI. A mí, como te he dicho, no me gustan nada los versos de todos los mencionados, pero si gracias a ellos se consigue que cien groupies convertidas a la poesía se acerquen, cuando pase el tiempo y quieran profundizar, a Anna Ajmátova, Omar Jayam, Baudelaire o Edgar Lee Masters, bienvenido sea cualquier arte descafeinado para jóvenes o para adultos empalagosos.

Lo de la frustración me recuerda aquella entrevista a Soren Peñalver, en la ya extinta La Galla Ciencia, donde decía que la mayoría de docentes son poetas frustrados.

Soy poco horaciano en ese sentido, pero sí, leí esa entrevista con lupa por mi admiración a Soren Peñalver y porque La Galla Ciencia me parecía la revista de poesía más entregada y activa del panorama hispano. Soren responde a la pregunta del periodista de por qué en España los grandes poetas contemporáneos no suelen dar clase en la universidad y sí ocurre en países como EE. UU., pero más concretamente se refiere a que gente tan transgresora como Allen Ginsberg, tras su trayectoria exitosa como poeta beatnik, decidiese dar clase en la universidad los últimos años de su vida. No conozco bien los entresijos del mundo universitario pero, si no me equivoco, actualmente hay en España un buen número de poetas importantes que se dedican o se han dedicado a la docencia universitaria: Antonio Carvajal, Bousoño, Siles, Eloy Sánchez Rosillo, Jenaro Talens, Juaristi, García Montero, Álvaro Salvador, Carnero, Túa BlesaÁngel González fue en sus últimos años profesor en la Universidad de Alburquerque, Colinas en Milán, Brines y Molina Foix en Oxford… ¿Te parecen poetas fracasados los profesores citados? Otra cosa es que la imagen del poeta no acomodado en una profesión docente venda mucho mejor que la de profesor políticamente correcto. Vende mejor ser camarero, cartero, periodista, librero, relaciones públicas de discoteca, señorito e incluso parado, pero creo que esa idea está muy, pero que muy anticuada. ¿Te parecen poco “bohemios” o transgresores algunos de los citados? ¿Te parecen poco “marchosos” Aurora Luque, Olvido García Valdés, Eduardo García o Fruela Fernández? ¿Te parezco poco bon vivant?

Este tema es algo confuso, porque, por otro lado, le doy la razón a Soren cuando habla del profesor como poeta fracasado. La mayoría de los poetas que alardean de que son profesores, universitarios o de instituto, suelen ser bastante mediocres en su obra. Te podría poner ejemplos cercanos a mansalva, pero no me quiero crear más enemigos de los que tengo. Esta es mi experiencia, que quede claro. Me cansa y me produce rechazo el rol de salva-almas y de letrados catetoides que se gastan algunos poetas-profesores. De hecho, me da urticaria esa composición, que ya Juan Ramón Jiménez aplicó a algunos contemporáneos para menospreciar su competencia. A alguien le puede parecer extraño, pero en ningún momento del día, salvo cuando estoy ejerciendo mi trabajo, me siento profesor. Yo me gano la vida como profesor de instituto, sí, porque, de entre las opciones laborales que me ofrecía el horizonte de una licenciatura en Filología Hispánica, la vi la más adecuada a mi pasión: la literatura, leerla y escribirla. Ya está, punto. Mi vocación docente termina ahí, es simplemente profesional. No me emociono cuando llego a casa pensando en cuánta sabiduría o lecciones de vida he aportado a mis alumnos en el instituto explicándoles la métrica renacentista o los pronombres cuantificadores no numerales. Tengo comprobado que lo pedagógico a menudo asfixia el talento, frena la creatividad, convierte en mediocre un texto nacido para brillar. ¿Por qué? Por algo parecido a lo que te he dicho antes: por el puñetero propósito de enseñar. Cuando me encuentro con un poeta-profesor pienso: “¡No me enseñes, leche, déjame sentir a mi manera lo que aprendo, déjame aprender libremente! ¡Esto es poesía, no la encierres en un aula, en una cárcel académica! ¡Déjate de rollos pedagógicos y méteme una hostia con tus versos!”. La poesía es lo que más cerca que podemos estar de la libertad.

Sin venir yo a desmentirte porque sí, tu docencia ha tenido un efecto real: has educado e impulsado a nuevos poetas, y te has ido actualizando al explicar, por ejemplo, ciertas cosas con Maluma.

¡Jajajajaja! No me acordaba de eso. Seguro que te lo ha soplado algún ex-alumno de tu edad. Bueno, eso son chorradas que improviso cuando toca análisis sintáctico. En vez de escribir en la pizarra “María bebe agua” hago que analicen un estribillo de Maluma o el cantante-kleenex que esté sonando más en el momento. Al principio de este curso puse, por ejemplo, la oración “Vamos para la playa, cierra la pantalla, abre la medalla”. Y ya huele a rancio. Letras caducas para momentos perecederos.

Los poetas que dices que he impulsado han sido más bien captados fuera del aula, donde sí se podría decir que le doy fuerte al activismo literario.

Foto: JM Rodríguez.

Sea como sea, ¿en qué contexto, cómo y cuándo surge El Coloquio de los Perros?

Al acabar Filología Hispánica aborté dos proyectos de revistas en papel: una se basaría en números monográficos de figuras internacionales de la poesía; otra sería una revista dedicada al ensayismo, queriendo imitar a Revista de Occidente. Cuánta osadía juvenil e ingenuidad, ¿no? El caso es que me chocaba siempre con la misma muralla de realidad provinciana: la gente cercana a la que le planteaba colaborar, gente muy instruida, por otro lado, desconfiaban del proyecto, huían, o se mostraban conformistas y preferían un golpecito en la espalda de los cenáculos murcianos a la aventura de querer sacar la cabeza desde la periferia. En mi ambición estaba el mundo, no la Región de Murcia. Aquí lo poco que veía decente era la revista Thader, los seguía con atención y admiración, pero por mis complejos y mi timidez nunca me acerqué a ellos directamente ni participé en ninguna de sus reuniones, los percibía como un círculo bastante cerrado, ya estaban muy bien organizados y mi intención era crear algo que controlara yo.

Entonces, dándole vueltas meses y meses, a comienzos de 1999 una amiga de la Facultad me habló de la posibilidad de editar una revista en formato exclusivamente digital, pagando un bajo precio por mantener el dominio y diseñándolo uno mismo. Ahora es algo totalmente natural, pero en 1999 obtener eso era sentir: “¡Uau, puedo dirigir una revista desde mi ordenador, editarla a mi antojo y la pueden leer hasta en Ulán Bator!”. Era como el do it yourself de los punkis aplicado a la cultura digital. Esa sensación fue alucinante para un chaval de veintitrés años que aún no tenía ni correo electrónico. Me puse las pilas de inmediato. Busqué a mi compinche Ángel Manuel Gómez Espada, hablábamos continuamente del necesario nacimiento la revista, más bien un fanzine digital de poesía en su origen… Respirábamos una complicidad integral. En Ítaca, la cafetería que más frecuentábamos, hubo meses en que pasaba más tiempo en ella que en mi casa, intentamos buscarle nombre a la revista. Le teníamos mucho aprecio a las joyas menores de los autores gigantescos y eso debía ajustarse al espíritu del proyecto. Dejé a Ángel Manuel rumiando en la mesa y me fui al baño. Al regresar, dijo: “Juande, ya lo tengo. Se titulará El Coloquio de los Perros. Es Cervantes, es una gran obra menor. Somos los perros de la literatura”. Internet logró el resto. Hasta hoy.

¿Cómo eran y son los requisitos para publicar? ¿Había un cierto nivel de exigencia, o se bajaba en el caso de los escritores y críticos noveles?

Muy pronto nos dimos cuenta de que había que ampliar el campo literario a la narrativa, al teatro, al ensayo, a la crítica filosófica, musical, cinematográfica, a la entrevista… Aunque hay excepciones, las revistas dedicadas únicamente a un género, en este caso el poético, me parecen un rollo, una obsesión negativa, huelen algo a puritanismo, a “¡Oh! Nosotros solo trabajamos para la poesía, que es la luz que nos guía y tal”. Dicho esto, te digo que los requisitos al comienzo eran nulos, ni nos los planteábamos, porque nadie de fuera de Murcia nos escribía. Por tanto, publicábamos a nuestros amigos generacionales y a todos los escritores que visitaban Murcia y Cartagena.

A los seis meses o así nos escribieron un mensaje desde Tegucigalpa. ¡Booom! ¡Un tipo de Honduras nos había leído y quería publicar sus poemas en nuestra revista! En las siguientes semanas y meses llegaron mensajes de todo el orbe hispanohablante y muchos aficionados españoles y americanos repartidos por el mundo. Entonces sí que se nos desbordó el asunto y decidimos crear un comité de lectura, formado por colegas filólogos, profesores, poetas y críticos afines a nuestra causa perruna y en cuyo criterio estético confiábamos plenamente. La exigencia ahora la ponían ellos. Había y hay dos formas de publicar en El Coloquio: los textos que pedimos a escritores que nos parecen interesantes y lo que se salva del filtro impuesto por nuestro comité de lectura. Nos importa un bledo la edad y la circunstancia del colaborador. El texto es lo que prevalece.

Y ahora lo más importante: ¿ha habido rechazos?

¡Jajajajaja! ¡Claro! ¡Muchísimos! Y se han cagado en nuestra madre decenas de veces. Eso va en el precio a pagar por coordinar una revista. Los poemas del hondureño que abrió la veda eran malísimos, y otros muchos. Nos han insultado con casi todos los acentos de España y de toda la América hispanohablante. Los escritores, incluso los que se inician, no llevamos nada bien el rechazo. El Coloquio no es una revista exquisita, desde luego, pero tampoco ha sido ni es un “todo vale, qué guay y qué libre es esto de internet”. Ese falso y perverso eclecticismo ha acabado con algunos proyectos que empezaron pisando bien. Aprendí mucho sobre la humildad y sobre la vanidad observando las reacciones de los escritores y de los pseudoescritores.

De hecho, tanto a ti como a Ángel Manuel Gómez Espada os decían que podíais llegar a hacer una página web de pago con gran éxito comercial.

Ufff… Cada vez que alguien me decía: “Juande, siempre andas quejándote, eso de editar una revista digital no será para tanto, tendrás un patrón de diseño y solamente hay que añadir lo que quieras ir publicando”… Me hervía la sangre cada vez que escuchaba eso. ¿Pero qué se cree la peña, que esto de llevar una revista no requiere esfuerzo, que solamente es cruzarse cuatro correos con otros escritores y poco más? Es dificilísimo ser adalid del “amor al arte” cuando surgen otras responsabilidades, además del trabajo. Me refiero a tener hijos, por ejemplo, a la limitación de ocio que requiere ser padre y darte cuenta de que el tiempo que dedicabas a leer por placer y a escribir ya ni existe porque, cuando tienes un rato, debes corregir artículos estilística y ortográficamente, editarlos, pelearte con el programa de edición volcando todo el contenido de un número previamente maquetado, responder largos correos electrónicos personalizados, telefonear a un montón de gente…

Una locura estresante que te obliga a parar y pensar: “¿Para qué estoy haciendo todo esto? ¿Qué gano en satisfacción? ¿Qué pierdo en salud? Ya no disfruto como antes”. Pero lo que peor llevaba era lo desagradecido que es el personal. Te entran con simpatía exclusivamente porque quieren algo que tú les puedes dar: una entrevista, una reseña, publicarles un poema o un cuento inédito. Muchos ya ni se molestan en disimular. Cuando les has dado lo que piden, la mayoría si te han visto no se acuerdan. De hecho, El Coloquio de los Perros tiene dos etapas en su dirección a causa de esa erosión de la generosidad que yo sufrí cuando el peso de la coordinación recaía más en mí que en Ángel Manuel. A finales de 2013 mi paciencia llegó a un límite. Llamé a Ángel Manuel una noche y le dije: “He dedicado miles y miles de horas durante trece años a la revista y la vanidad de los escritores me ha desbordado. O tomas tú el timón de la edición de El Coloquio o la revista desaparece”. Sinceramente, tuve mis dudas y pensé que Ángel no remontaría El Coloquio, pero debo decir que lo reconvirtió espléndidamente hace un año y medio. Ya no tiene numeración, es una revista-blog en continuo progreso. Y estoy contento ahora coordinándola en la sombra, siendo Ángel el responsable visible de su edición, diseño y promoción en las redes sociales. Él sí sabe esquivar con maestría los egos artísticos. A mí se me atragantaron.

Hace poco, de hecho, celebrasteis su vigésimo aniversario, algo poco usual dado el cierre de Magma, Hache, Thader, La Galla Ciencia, y otras muchas revistas en el panorama nacional.

Una revista no puede ser un proyecto individual, sino colectivo, y todos los grupos corren el riesgo de desintegrarse si no salvan sus diferencias. Es un arte tan sabio como agotador. La longevidad de un proyecto cultural requiere, a la hora de la verdad, desinterés económico. De eso no se suele hablar, porque suena vulgar, pero es lo que late tras la desaparición de la mayoría de las revistas. Poderoso caballero.

Ahora que mencionas el dinero, ¿no son las luchas culturales de poder un poco absurdas, dado que ya no hay trozos del pastel, sino migajas, y ni eso? Ahora se publicará mucho, pero la literatura, como industria, va a mostrar sus numerosas flaquezas con el Covid-19.

Reconozco que antes del coronavirus me he reído a escondidas de los enfados grotescos que se cogían enfermos vanidosos de nuestro mundillo literario por esas migajas, pero ahora es un tema muy serio el que planteas. Me he telefoneado y escrito estos días de confinamiento, y los que queden, con distintos compañeros escritores, editores y libreros independientes, que son a los que doy importancia. Están todos apesadumbrados o acojonados, sobre todo los editores y los libreros. Su grado de incertidumbre pasa, para los editores, por la cantidad de actos presenciales que organicen; para los libreros, por la capacidad de flexibilidad de sus negocios con los distribuidores. Ambos les han visto las orejas al lobo. A los escritores nos afectarán poco las secuelas de esta pandemia histórica.

También eres gestor cultural, organizas ciclos de conferencias y participas en la dirección del Festival de Poesía Deslinde.

No soy gestor cultural, no he estudiado nada sobre ello. Colaboro, eso sí, en varios proyectos institucionales o privados que gestionan profesionales de la educación o la cultura. He presentado a muchos escritores en la librería La Montaña Mágica, que pilota heroicamente Vicente Velasco; pertenezco al grupo promotor del monumental Premio Mandarache para el fomento de la lectura que dirige Alberto Soler desde el Ayuntamiento de Cartagena; coordino un ciclo de conferencias sobre clásicos de la literatura en Cajamurcia, auspiciado por la UPCT y dirigido por Juan José Piñar; asesoro, en la distancia y en la cercanía, a Antonio Roa, director de los Encuentros de Poesía, Música y Plástica de Puente Genil, un hombre al que los versos le levantaron un día literalmente de la muerte; y formo parte, bajo la batuta de Patricio Hernández, del equipo del festival poético Deslinde, que este año cumplirá ya su quinta edición y al que deseo una larga vida.

No puedo evitarlo: hace unos meses me puse melancólico y pensé que ya no habría nada tan fino, cuidado y profesional como Balduque. ¿Cómo ves la liga regional ahora?

Comprendo tu melancolía. No creo que veamos en adelante por nuestra región nada parecido a lo que supuso la Editorial Balduque respecto a la combinación de esas tres cualidades que has mencionado. Sin pretenderlo, les puso las pilas a muchos editores, y no solo murcianos.

Respecto a mi visión del panorama regional, no lo veo peor que otras comunidades autónomas periféricas. Hasta donde conozco, hay bastantes, con intenciones heterogéneas, y cada una hace su papel, incluso las que no considero editoriales, sino inventos chapuceros para sacarle unos dineros a personas ilusionadas que no conocen bien este pequeño negocio. Solamente diré que ahora mi favorita, en contenido y diseño, es la Editorial Newcastle.

Luces, pero también sombras: tu último libro, Un fotógrafo ciego, toma una postura nihilista contra la repetición de la rutina y el desencanto.

Ha sido, de mis tres libros hasta ahora, el que más satisfacción me ha proporcionado, tanto en el proceso de escritura como en la recepción crítica y, quién lo diría tratándose de un libro de poemas, en la acogida comercial. Que Balduque llegase a hacer una tirada inicial de quinientos ejemplares, y dos reimpresiones de cien ejemplares cada una, aún me tiene descolocado. A veces me llama José Alcaraz, el editor, para decirme que está barajando la idea de hacer otra reimpresión más. Que la aventura en verso de un Sísifo contemporáneo, agonizante y de personalidad policéfala pudiese interesar a más de cien lectores me parece un prodigio.

Tus obras tienen sus propios vasos comunicantes, y quizá el más fuerte lo veo en el rechazo de la actitud frívola en todo su conjunto.

Yo es que, con todo el callejeo, la coña y la fiesta, que me gustan más que a un tonto un lápiz, soy una persona reflexiva, analítica, con unas convicciones sentimentales estables y un afán de conocimiento insaciable. Y eso, lógicamente, se refleja en mi obra.

Al principio decías que te faltaba Albacete, pero ahora vas a tener más relación con esta ciudad. ¿De qué va tu próximo proyecto?

Efectivamente. Albacete es la ciudad donde nació hace años Chamán, la editorial que publicará mi próximo libro. La dirigen Anaís Toboso y Pedro Gascón, un encanto de pareja y unas personas entregadas de verdad a su labor. Este tipo de editor es el que a mí me inspira confianza. Mi libro, que aún tiene título provisional, está en pleno proceso de escritura ahora mismo, aunque bastante desarrollado. Quizá en este obligado confinamiento, si supero los compromisos y esclavitudes telelaborales que se me exigen, logre darle un avance definitivo. Lo importante ahora es el gozo al escribirlo. Estoy removiendo bien las pezuñas en el charco. Tendrá un registro estético distinto al que he ofrecido en mis tres obras anteriores. Cuando lo termine y Chamán lo publique, ojalá que pueda ser el próximo otoño, Anaís y Pedro me han prometido que descorcharemos un vino especial para la ocasión. Y será en Albacete, por supuesto. Y, después, tocará repartir nuestra alegría hasta donde nos lleve la nueva criatura.

Y, para volver, ¿a qué lugar real o ficticio no viajarías?

Más que libros, personajes o autores. Con cierta frecuencia sueño y reflexiono sobre las acciones que realizan ciertos personajes de teatro, novela o cuento y ciertos escritores en determinadas circunstancias de su vida, normalmente extremas. Me han atormentado la decisión de Stefan Zweig en Petrópolis, la aventura africana de Rimbaud o, por ejemplo, los últimos días de Lorca en Granada; me ha conmovido el coraje y el empeño político de Alberti o de Shelley en su juventud; fabulo con los experimentos de Aldous Huxley, la entrega de Baudelaire, los entresijos de identidad de Virginia Woolf, la cotidianidad de Emily Dickinson, las enfermedades de Pessoa, Panero, Artaud… Desde luego, no querría viajar más a un país llamado Moralidad. Me repele. Si hay libros que no me interesan absolutamente nada son los maniqueos, los morales, los impositivos. La mayoría de los libros políticos y filosóficos que sostienen sistemas lo son. ¿Sabes qué libros me vienen a la cabeza ahora como una pesadilla? El fenómeno humano de Teilhard de Chardin y El amor de Marguerite Duras.

¿Volverías a ellos?

Una vez que huyo de un libro, no vuelvo a él. En este sentido, me he convertido en un lector pragmático.

Foto: Carlos Martínez.

Fotos de Ángel Paniagua, JM Martínez, Carlos Martínez y Antonio Gómez Ribelles.


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