Voy a ver a los tiburones en sus celdas aptas para mirones y pienso en cómo nos gusta agarrar las cosas libres. Compraventa en lugar de arrendamiento o derecho de uso. Hipotecados hasta las cejas para poseer. Poniendo etiquetas en todo: mío.
Recuerdo cuando empecé a teñirme el pelo cada semana. Todos se veían en la obligación de aconsejarme el color predilecto, con gesto angustiado: aquel que más favorecía mis facciones. Nadie se daba cuenta de que no buscaba el look idóneo, solo quería tener el arcoíris en la cabeza. Sin firmar ningún tono.
Xavier Melloni da conferencias donde enseña a desprenderse de las cosas en una sociedad de consumo que inclina hacia lo contrario. Hay que saber morir para aprender a estar vivo.
Pregunto a una masajista ayurveda cómo hace para deshacerse de las energías de las varias personas que trata al día. «Lo devuelvo a la tierra», contesta con una sonrisa.
Antes de dormir, intento soltar.
Lo hago los días entre semana, cuando no estoy borracha. Lo que pasa cuando consumes algo en exceso es que se te olvidan tus propios principios de vida. Pero eso está bien, me parece: sabe a vida.
Suelto.
Me desprendo de las aspiraciones, de las expectativas, de los amarres a personas, a ideas, a conceptos. Me quito de planes, de amoríos conceptuales, de ajuste de cuentas con el pasado. Intento dejar de agarrar un futuro borroso, de ajustar el objetivo para verlo mejor. Soy consciente de que estoy ciega, igual que todos los demás. He entendido, por fin, que lo estoy.
La muerte es aquello para lo que uno se prepara toda la vida, cada noche, cuando las luces se apagan y nos sumimos en el sueño. Pero en las carreras aptas para ello enseñan Medicina Legal o Ética o cualquier cosa parecida, y ahí se dice lo contrario. Hay que sujetar y retener en casi cualquier pretexto. Los ancianos se suman a un fervor religioso kamikaze antes del gran salto. Los enfermos abandonan la esperanza y se sienten defraudados. No dejamos partir ni queremos emprender viaje alguno si no es a algún punto de la costa Mediterránea. Nos sabe a poco lo vivido, ansiamos más. De lo conocido, más. Siempre más. El derecho a quedarse, a no irse. Nuestro derecho a la compraventa y a la hipoteca, en lugar de un derecho de arrendamiento o una servidumbre de vistas, de luz, de paso.
Estamos de paso y la muerte no es nada épico, y ahí, si entra la Ética, debería hacerlo con los ojos bien abiertos. La muerte es algo anodino que sucede a cada instante, igual que la vida. Las propias células se regeneran, uno ya no es uno mismo fisiológicamente al cabo de un tiempo.
La muerte es callada y en ella no sucede nada extraordinario más que el hecho en sí de la desaparición de lo que conocemos. Punto. No hay nada más bonito, más desapegado, que ayudar a alguien que ha tomado la decisión consciente y voluntaria de abandonar un sufrimiento permanente en pos de ese salto al vacío.
Saltan las noticias de la condena a los suicidios asistidos. Suicidio, qué palabra tan fea, qué peligrosa suena. Qué injusta. Y castigar a aquel que ama lo suficiente para despegarse de algo a esos niveles. Qué falta de sentido, me parece a mí.
Lejos quedó el Mar adentro de Ramón Sampedro y la maravillosa parodia del personaje en Spanish Movie –es agradable reírse de lo innombrable, como del mismísimo Voldemort-. Ahora, en la ficción, también la muerte se ha vuelto real. Y el amor ha tomado más potencia de una forma extraña, rara porque no nos suena –la cooperación al suicidio, que le llaman-, que bien podría servir de eje para otro relato del libro En todos los sentidos, como el amor, de la brillante Simona Vinci.
Para muestra, traigo dos botones.
El primero es la clásica de Netflix que se esconde en un batiburrillo de ofertas. Netflix, como buen mercadillo, también esconde algunas joyas vintage sin estrenar. Esta se llama Paddleton y recibe el título de un juego que se inventan los protagonistas, dos hombres de mediana edad y mediocridad asentada, pero con una amistad férrea basada en rutinas bien precisas. Lo que hacen es ir a jugar al frontón en una pared de fábrica abandonada, intentan encestar la bola en un cubo y luego se comen una pizza requemada viendo la misma película. Cuando uno de ellos sabe que va a morir de cáncer, ambos deben hacerse a la idea de que su vida entera está a punto de desmoronarse. Nunca he visto la muerte tan real como en una de las escenas de la película. Y he estado frente a cadáveres, quiero decir. Incluso he tocado uno. Yo soy de esas personas que en los tanatorios se calla y se planta frente al ataúd descubierto en silencio. Odio a la gente que habla de naderías para llenar el vacío que acaba de formarse. Ese cráter.
El segundo botón es español y lleva el membrete del Goya. Se llama La enfermedad del domingo y no se entiende muy bien de qué va hasta que uno no se ha sumergido en la lentitud de las escenas. Por eso no adelanto nada; quien quiera, que la vea y se zambulla en sus aguas.
Lo interesante es que cerrar los ojos al futuro es una cosa, pero hacerlo con la extinción de la vida es poco práctico y a veces, injusto. La ficción se da cuenta de esto antes que los legisladores. Esperemos, no que los tribunales.