Yo me pregunto, a lo largo de este artículo, cómo se combinan las nuevas formas de creación con las antiguas; y si no será conveniente rescatar algo de nosotros para que lo zeta no se lo zampe…
¿Cuáles son los rasgos de la nueva normalidad, de los nuevos jóvenes, de la nueva creación cultural?
Ya se sabe que la vida tiene eco en la obra y hemos pasado rápido del nihilismo materialista del trap, surgido de la crisis económica, a una concienciación total por la pandemia y el activismo que se manifiesta en el fenómeno de lo «políticamente correcto». Seguro que habrán oído aquello de que «ahora no se pude decir ná». Eso se debe a que los esfuerzos de los zeta se dirigen hacia descubrir y reforzar los pilares de su identidad personal: son férreos defensores de causas sociales; máxime sobre marginación de colectivos «minoritarios» —lo pongo entre comillas porque me suena a falacia—; lo que da lugar a tramas orientadas sobre todo hacia diversidad de sexualidad y género.
¿Por qué? Muy sencillo: después del chaparrón que nos cayó encima a los millennials, ellos han renunciado por completo a perspectivas laborales halagüeñas; así que estudian sin expectativa de remuneración o deciden no hacerlo. Bien mirado, se han ahorrado la crisis vital de «a qué coño me dedico», que es nuestro gran trauma… porque lo han dado por perdido de antemano.
A su vez, hay que tener en cuenta que los zeta ya nacieron con el teléfono como apéndice del brazo. Así, con la vigencia de las redes sociales, cada vez se pugna menos por la imaginación y se prefiere dar voz a la experiencia del «yo». Acostumbrados a la inmediatez —frente a los millennials que somos la generación con hábitos de lectura más arraigados—, los zeta son los que menos leen. Y el mercado se está adaptando a sus costumbres, indudablemente.
A este respecto, Ursula K. Le Guin se queja en su libro Conversaciones sobre la escritura (Alpha Decay), que reproduce una fantástica entrevista de David Naimon, de que se está abandonando el narrador omnisciente y el tiempo pasado para relatar las historias. Esto, aunque pueda parecer baladí, confirma que ahora interesa la rigurosa actualidad desde la subjetividad más pura. O sea, que la literatura se está sometiendo a lo que yo llamo «el efecto Gran Hermano» que fomenta el visor de la cámara de los smartphones.
En una exploración de campo para observar esta evolución, visito una librería. Reposo en los colores de las tapas de Anagrama, promesa de calidad perenne. Me dejo seducir por tres autores clásicos con novelas separadas por un par de décadas entre sí: Graham Greene con El final del affaire (1951), John Fante con La hermandad de la uva (1977), Nick Hornby con Alta fidelidad (1995). Compruebo que, si bien en este caso las tres están narradas en primera persona, las dos primeras usan todavía el pretérito, con ese aire que induce al lector a pensar que todo lo que se cuenta ya se experimentó, que se va a algún sitio definido desde el principio y que no se acompaña meramente al personaje a ver qué pasa… como sí sucede en los stories de Instagram.
Analizo, más allá de la técnica, el contenido: en el caso de mi adorado Fante, al desternillarme de risa en el primer capítulo en el que se narran sucesos que hoy en día serían objeto del más severo castigo —un amago de violencia de género por parte de un italoamericano viejo y dramático—; me cuestiono mi propio disfrute. Tampoco es muy correcto Hornby cuando habla, desde la perspectiva masculina, de aspectos básicos de las relaciones amorosas y sexuales en el seno de la pareja y la soltería. Ni siquiera el epílogo de Vargas Llosa insultando refinadamente al propio Greene resulta muy diplomático, si nos ponemos; y el conflicto religioso y moral sobre la infidelidad tiene un aire hasta casposo…
En suma, me planteo: ¿censurarían los zeta este tipo de literatura de calidad, del mismo modo en que vetaron a JK Rowling por sus declaraciones tránsfobas? ¿Es Harry Potter culpable indirecto de transfobia, por ende?
Ejem: ¿Qué tendrán que ver las churras con las merinas?
Me da por pensar al echar un vistazo a la mesa de novedades. Cierto es que en los últimos años se ha dado una mayor experimentación en el campo de la no ficción, con libros híbridos que no son novelas ni son biografías, sino otra cosa a medio camino. Como muestra un botón: Feria, de Ana Iris Simón (Círculo de Tiza), consiste en una sucesión de relatos novelados (?) que rescatan y reivindican la vida rural en el seno de la familia frente a la pobreza que nos esperaba bajo esos aires cosmopolitas. Parece que en literatura se apuesta por cierto realismo que quizá inauguró Karl Ove Knausgård con «su lucha».
Sin embargo, también es posible que se siga produciendo ficción original y que, por el contrario, sean las propias redes sociales las que destruyan el halo necesario del autor para considerar lo que solía ser ficción y punto. Me refiero a que, si hubiéramos sabido más sobre el propio Nabokov, por ejemplo, si lo hubiéramos visto desayunar chococrispis y disertar sobre política en pijama un lunes cualquiera, ¿habríamos hallado patrones reconocibles de su personalidad en el Humbert Humbert de Lolita?
¿Y cómo habrían llevado los zeta la figura del pobre Nabokov? ¿Le habrían penalizado también por incitación a la pederastia?
Para comprender mejor a nuestros jóvenes —ahora sí que sueno a vieja y no he cumplido todavía los treinta—, HBO nos deja la serie GENERA+ION, producida por Lena Dunham —que aunque se esté convirtiendo en algo así como un chiste de sí misma, sigue teniendo un talento brutal para detectar las características de cada horneada de jóvenes: si Girls era la serie que consagraba al millennial narcisista con ínfulas creativas, esta que cito hace lo propio con los zeta—. De manera similar a Sex Education (Netflix), aquí los clichés de instituto se destruyen por completo —qué suerte—. Asimismo We Are Who We Are (HBO), dirigida magistralmente por Paolo Giordano, se centra en discernir con claridad a qué tipo de problemas se enfrentan estos veinteañeros recién estrenados.
Pues bien: como de costumbre, que cada uno decida si se espanta de lo nuevo y se convierte así automáticamente en viejo —como yo—, si cualquier tiempo pasado siempre fue mejor, si prima la frescura novedosa en este maremágnum de «yoes», o si acaso no hay un sustrato común que no varía a lo largo de los años en nuestra cultura, por mucho que cambiemos.